SELECCIÓN DE PRENSA NACIONAL

El caso Pedro J y las miserias de la profesión periodí­stica

Desde la ermita románica situada en la punta de La Lanzada, un precioso santuario gallego relacionado desde la Edad Media con la fecundidad, la playa del mismo nombre se extendía aquel 31 de julio como una explosión de luz capaz de honrar, en una tierra batida tantos días por el viento y la lluvia, un verano entero. Corría el año 2006, había empezado las vacaciones y mi felicidad, casi completa, quedó de pronto arruinada por una llamada de móvil procedente de Madrid. Enseguida reconocí la voz de Pedro J. Ramírez, y casi de inmediato supe -esa voz quebrada por una tosecilla nerviosa que las situaciones de estrés suelen provocar en él- que aquella no iba a ser una buena noticia. El director de El Mundo, del que me había despedido apenas 24 horas antes, me indicaba que había decidido hacer cambios en el periódico y que eso significaba que mi página de los domingos, la celebrada “Rueda de la Fortuna”, pasaba a mejor vida. No hubo disputa, porque entre las prerrogativas del director de un medio está la de elegir a sus colaboradores. Le di las gracias y añadí algo más: “Pedro, tengo que reconocer que me has soportado demasiado tiempo”.

Imposible echar cuenta de las broncas que, un sábado sí y otro también, generalmente al caer la tarde o en plena cena, cuando el número del domingo iba a entrar en máquina, me enfrentaron a Pedro J. a cuenta de las presiones de éste o aquél poderoso que negaba vehemente o pedía árnica. Un día era Botín, al otro Rato y al siguiente Aznar o su amigo Florentino. Alguna señora de buen ver llegó a decirme, tras una de esas peloteras de la que fue testigo, que “si tú me dijeras la mitad de las cosas que le has dicho a tu director, yo te ponía en la puta calle ahora mismo”. No hubo caso. Pedro J. era y es el mejor de los tres grandes directores de periódico de la Transición –Juan Luis Cebrián (El País) y Luis María Ansón (ABC)- con los que he trabajado. El más periodista. No volví a hablar con él hasta el 3 de marzo de 2011, día en que el Consejo de Titania, editora de El Confidencial, me apeó de la dirección del diario digital que yo había fundado en una maniobra digna de la categoría moral de sus promotores. Cariacontecido, llegué a mi casa a las 3 de la tarde, sin haber dicho a nadie esta boca es mía. Cuál no sería mi sorpresa cuando, 10 minutos después, volvió a sonar mi móvil y, como ocurriera años antes frente a La Lanzada, con Pedro J. al aparato. “Jesús, sé lo que acaba de ocurrirte y solo quiero decirte que aquí tienes El Mundo para lo que quieras. Entre tú y yo no ha pasado nada. Te espero el lunes para trabajar”.

Hay gestos imposibles de olvidar. Y episodios, como el de la salida esta semana del hasta ahora director de El Mundo, que hacen inevitable una somera recapitulación de la profesión periodística y de las libertades informativas. Como no podía ser de otra forma, el periodismo español está hoy como España, fané y descangallado, pidiendo a gritos cristiana sepultura víctima propiciatoria de sus muchos pecados no expiados. El periodismo y las empresas periodísticas, que en mimética identificación con la orgía de dinero fácil que caracterizó nuestro boom, acometieron operaciones que hoy resultan casi imposibles de imaginar. ¿Cómo explicar que Prisa, editora de El País, pudiera llegar a acumular una deuda de más de 5.000 millones, imposible de amortizar a todas luces con la capacidad de generación de caja del negocio? ¿Cómo entender que Unidad Editorial (El Mundo) pudiera pagar 1.100 millones por el grupo Recoletos –origen de las angustias que hoy atenazan a UE-, dinero con el que 20 años antes, quizá menos, don Jaime Castellanos, el guardián del secreto, hubiera podido hacerse con el control de los 7 grandes bancos españoles?

Periodismo achicado y envilecido

El periodismo español se ha rendido sin luchar. Ha hecho algo peor: lisonjeado por el poder, se ha bajado las calzas hasta los zancajos para que pudieran darle a conciencia, decidido a participar en el general festín de estos años de vino y rosas, con dejación de su función primigenia, que no es la de derribar presidentes de Gobierno o intentarlo, no, sino la mucho más humilde de salir a la calle a buscar noticias, contrastarlas y publicarlas, a ser posible en su integridad. Si el periodismo español no hubiera aceptado el pacto de silencio tejido tras la muerte de Franco en torno a las actividades de Su Majestad el Rey, origen de las corrupciones que hoy deslegitiman a la mayoría de nuestras instituciones, seguramente la infanta Cristina no tendría que acudir dentro de unos días a declarar ante un juez de Palma, y mucho menos hacerlo escondida de la gente del común. Con todo, si me apuran, diría que no ha sido el poder político, tan omnipresente en España, el primer responsable del fango en que hoy chapotea esta noble profesión. Han sido los amos del dinero, los poderes económico-financieros, los que han ido tejiendo la tela de araña en la que forceja hoy, atrapada, la libertad de informar.

Es verdad que España, a diferencia de países anglosajones de renombre, no ha contado nunca con editores vocacionales, esos apellidos que pasan de generación a generación al frente de sus medios. Pudo serlo Jesús Polanco y sus herederos, hoy desaparecidos del mapa. El editor ha sido aquí un ave de paso siempre dispuesta a utilizar sus medios para hacer negocios colaterales con banqueros de rumbo o empresarios de postín. Me lo advirtió Joaquín Estefanía, a poco de desembarcar en El País, primeros ochenta, cuando un día se enteró que estaba intentando chequear una información con uno de los hermanos March: “A esos, Jesús, mejor que los dejes en paz”. Los March eran, como otros muchos, socios de don Jesús. El proceso de concentración del poder económico-financiero en unas pocas manos, fenómeno capital apenas estudiado, ha resultado mortal de necesidad para la profesión y para las libertades informativas, incluso para la salud de la democracia. Hoy, siete u ocho grandes señores, al frente de sus respectivas empresas y bancos, controlan el 90% de la publicidad de la que se nutren todos los medios, desde el que pilota un acorazado hasta el que navega en ruin charca. La situación de dependencia del sector frente a este ramillete de ilustres es tal, que hablar de independencia o presumir de “periodismo de investigación” no pasa de ser una broma de dudoso gusto. Es la pura verdad.

Ante panorama semejante, el periodismo se ha achicado, se ha envilecido. Las fronteras entre información y propaganda se han difuminado. Sobran ilustres columnistas con un pie en cada lado de la trinchera. Juntaletras hay que por la mañana escrutan la cuenta de resultados de Repsol y por la tarde visitan Repsol dispuestos a pasar la gorra con la recortada bajo el sobaco. Personajes de medio pelo escriben duras críticas contra el Gobierno –atizarle a Rajoy sale gratis, sobre todo ahora que la publicidad institucional brilla por su ausencia-, pero tiemblan de emoción cuando un consejero delegado del Ibex les pasa la mano por el lomo. Hay una corrupción peor que la del dinero, que es la corrupción moral. La cobardía. Son las miserias de una profesión que ha olvidado que al periodismo no se viene a hacer amigos. Tampoco a hacerse rico. Lo dijo de otra forma Horacio Verbitsky: “Del lado bueno de las cosas se encarga la oficina de prensa; de la neutralidad, los suizos; del justo medio, los filósofos; de la justicia, los jueces. Los periodistas nos encargamos de contar aquello que alguien no quiere que se sepa. El resto es propaganda”.

La pinza entre el poder político y el financiero

Pedro J. no tiene amigos en la profesión, pero se ha hecho rico con ella. Él encarna como nadie las miserias de este oficio y buena parte de su “gloria”. Ocurre que, desde hace bastantes años, Pedro J. Ramírez no hacía periodismo, sino operaciones de Poder, con mayúscula. Hábil donde los haya, él mismo se ha encargado de retroalimentar su leyenda haciéndonos creer que su despido ha sido político, aunque cuesta imaginar a don Mariano, el presidente que menos mano ha metido en la profesión, tomándose la molestia (¡uf, qué lío!) de urdir su despido. Más importancia han tenido las maniobras orquestales de aquel ramillete de barones del dinero. Que a estas alturas, y seguramente para agradar a Moncloa, los grandes capos de un grupo de empresas y bancos se conciten para financiar una compra que a su vez implicará la salida de tal o cual periodista, habla a las claras de la confusión de roles y la pésima salud de nuestra democracia. Pedro J. conoce la operación al detalle (“Y así, Amor, en vano intenta/ tu esfuerzo loco ofenderme:/ pues podré decir, al verme/ expirar sin entregarme,/ que conseguiste matarme/ mas no pudiste vencerme”), y queda emplazado para contarla. Ahí te quiero ver, torero. Su salida, en todo caso, estaba cantada a la luz de la pésima situación de las cuentas de UE, un negocio que, al contrario de lo que ocurre con Prisa, cuya generación de caja es positiva, empieza a drenar recursos al minuto siguiente de levantar la persiana cada 1 de enero. Los italianos de RCS necesitaban sacar el canario para poder vender la jaula, operación que ahora será más fácil acometer con Abadillo, un periodista incoloro, inodoro e insípido, al frente de El Mundo.

Se avecinan grandes cambios en la esfera de las empresas periodísticas, todas en pérdidas. Pero, con ser importante el proceso de consolidación que parece inevitable en el sector, mucho más lo es, en términos de calidad democrática, la recuperación del prestigio de la profesión y la renovación de sus votos de independencia en el altar de la mancillada diosa Verdad. Hoy, la información, la palanca que a lo largo de la Historia de la humanidad ha dado o quitado Poder, sigue siendo la commodity más cara, la más valiosa. Socializar la información, arrebatarla a los poderosos para hacerla accesible a la sociedad, es la función más noble que le cabe a este oficio y, si me apuran, la única. Pero el periodismo no se salvará solo. Se levantará o perecerá con España, hermano con su suerte, cónyuge de su destino. Para hacerlo posible necesitará también el apoyo, la colaboración, el convencimiento en tal sentido de los poderes del dinero antes denunciados. Un periodismo libre y responsable en una sociedad moderna es sinónimo de país serio, sólido, rico, donde a todos, banqueros, músicos y filósofos, les irá mejor. Esta y no otra es la razón de ser de un medio liberal como Vozpopuli. Consciente de las dificultades por las que atraviesa esta querida España, estoy convencido de que el futuro de la profesión está hoy en manos de las nuevas generaciones de periodistas, los jóvenes que, sin las heridas del tiempo, libres de filias y fobias, se baten el cobre en las trincheras de las redacciones digitales, ansiosos por hacer realidad el cambio que reclama este castigado país.

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