En el siglo XIX, bajo la influencia de Goethe, los románticos alemanes levantarán la bandera de la reivindicación del arte barroco
El período del arte y la cultura barroca que se despliega en toda Europa a los largo del siglo XVII, que hoy reconocemos como uno de los momentos cumbres del desarrollo artístico de la humanidad de todos los tiempos, fue, sin embargo, un movimiento despreciado por los siglos posteriores, que sólo veían en él excesos e irracionalismo.
Hubo que esperar hasta el siglo XIX para que, bajo la influencia de Goethe, –que supo ver en los dramas y autos sacramentales de Calderón de la Barca una maestría excelsa en técnica teatral, en presentación plástica y el único autor de los siglos anteriores en hacer un teatro total, el teatro del mundo– los románticos alemanes levantaran la bandera de la reivindicación del arte barroco. «El barroco fue despreciado durante siglos al ver en él sólo excesos e irracionalismo»
Reivindicación que se prolongará en el tiempo, y que harán suya desde, en cierta forma, Nietzsche hasta, ya en el siglo XX, la Escuela de Francort a cuya cabeza se sitúa Walter Benjamin, uno de los grandes pensadores contemporáneos sobre el papel y la naturaleza del arte y la cultura en la sociedad.
Para Benjamin, la grandeza del barroco está en la ruptura de las forma clásicas que impone frente al clasicismo en que había derivado el Renacimiento y que se corresponde a la crisis de la trascendencia provocada por las grandes catástrofes de la historia que se están desarrollando en esos momentos. Y en ningún sitio se ve mejor esto que en el teatro barroco, y en particular en el teatro del Siglo de Oro español, que introduce una figura, la alegoría final, que rompe los cánones habituales en la tragedia clásica.
Según Benjamin, con la escena de la “apoteosis” –que se produce cuando la representación está ya a punto de concluir y gracias a la intervención de un elemento extrínseco– el drama barroco consigue liberarse de la atmósfera luctuosa que ha dominado hasta entonces su desarrollo, transformando las tensiones y el luto que han presidido la obra hasta entonces en una explosión de júbilo final.
Al abandonar la serenidad clásica que le precedió, el barroco pasa a expresar un mundo en movimiento y agitación de los sentidos, en el que el carácter contradictorio es su cualidad más representativa.
En las épocas en las que impera el clasicismo, la música se vuelve poética; la poesía, gráfica; la pintura, plástica; y la escultura, arquitectónica. De forma inversa, en la época barroca, la gravitación se produce en sentido contrario: el arquitecto fuerza sus límites para convertirse en escultor; la escultura da un paso más allá y pinta; la pintura y la poesía pasan a revestir formas dinámicas propias de la música.
Lo barroco busca gravitar y volar, se ríe del principio de no contradicción y por tanto de la racionalidad humana. Si el Renacimiento había impuesto el racionalismo como uno de los cánones básicos del arte, el barroco se va a empeñar –sin abandonarlo– en mostrar los límites de la racionalidad en el desarrollo de la sociedad humana y, por ende, reflejarlo en su arte. «Con sus autos sacramentales, Calderón de la Barca es una de las cumbres del teatro barroco»
En este punto exactamente engarza el barroco sus vínculos con la modernidad: en el cuestionamiento de la razón como único criterio y guía exclusiva para avanzar y medir el desenvolvimiento social del hombre.
El enfoque que la Modernidad le va a dar al barroco recupera una visión interna del fenómeno de la representación como campo de tensiones y contradicciones, carácter paradójico que distingue de modo particular al mundo barroco. Subrayando así las cualidades del arte barroco como una dinámica de tensiones, como un campo de conflictos reflejados en cada una de sus formas de representación, como un sistema de oposición entre elementos enfrentados y como un reflexión sobre los límites, las fronteras de la realidad y el conocimiento.
Walter Benjamin, Calderón y Gracián
En su obra El origen del drama barroco alemán, Benjamín se propone reivindicar la especificidad del teatro barroco frente a la tragedia clásica y para ello recurre a ejemplos de la periferia cultural europea, donde tales rasgos anticlásicos se manifiestan más radicalmente, al estar exagerados por la tosquedad de las obras.
Sin embargo, para sostener sus tesis reivindicadoras de lo barroco y sus vínculos con la Modernidad –en unos momentos, 1925, en que están en pleno apogeo y expansión las fructíferas vanguardias europeas de entreguerras– Benjamín se ve obligado a remitirse al barroco español, y en particular a dos de sus autores más insignes, Calderón de la Barca y Baltasar Gracián. El mismo Benjamin –en una de las cartas en las que explica los largos preparativos para su redacción– declara que el libro entero constituye un homenaje implícito a Calderón, al que siempre se refiere como el paradigma de las excelencias del drama barroco europeo en contraste con la precariedad formal del drama barroco alemán.
De Gracián, Benjamin tomará el concepto de “ponderación misteriosa”, entendida como la ruptura de la verosimilitud artística mediante la intervención milagrosa de fuerzas sobrenaturales, según la vieja noción aristotélica de lo admirable o maravilloso.
Muy sintéticamente, para Benjamin, la imagen alegórica tan típica del drama barroco –y en particular de los autos sacramentales de Calderón, donde los personajes son en realidad alegorías de conceptos abstractos– está dirigida a provocar un sentimiento de tristeza, mostrando el fracaso y lo falible de la actividad intelectual del hombre.
Pero va más allá todavía, la precariedad de la alegoría tiene un alcance teológico: es un castigo infligido a la subjetividad humana, a sus conocimientos y concepciones. Pues la subjetividad, en su orgullo, no se conforma con nombrar a la Creación, sino que utiliza la palabra para distanciarse de ella, juzgándola y reflexionando sobre ella con un gesto de superioridad que es la fuente de todo mal.
Sin embargo, en el último instante, y como también es obra suya, Dios levanta en su caída a esta misma subjetividad que pretende reducir el mundo a objeto, es decir la razón y ciencia.
Y esto es lo que Benjamin entiende por «ponderación misteriosa»: la capacidad de la imagen barroca para suscitar un júbilo apoteósico, simulando un impulso ascensional de los cuerpos (con la ayuda de columnas, ángeles, nubes y ropajes): un impulso ascensional que sólo puede ser explicado como intervención divina para salvar al hombre de su absorción en la tristeza de la alegoría.«Si “la vida es sueño”, ¿cómo puede la razón humana querer abarcar la totalidad de lo existente?»
Al situar en estos términos las raíces de la felicidad-infelicidad humana, el teatro barroco se adelanta a la idea, que a partir del siglo XIX irá tomando forma explícita en el arte, de cómo “el sueño de la razón produce monstruos”. Atrapado entre el viejo mundo idealista y teológico propio de los siglos anteriores y el nuevo mundo racional que, al calor del ascenso de la burguesía como nueva clase dirigente, el barroco refleja ese mundo de tensiones y conflictos que en el alma y la conciencia humana está provocando ese desgarro.
Nuevos enfoques sobre el Barroco y la (Pos)Modernidad
La reflexión sobre el Barroco a lo largo del siglo XX ha definido un imaginario y una serie de corrientes teóricas que han alcanzado una sorprendente actualidad en las últimas décadas.
El siglo XX ha mantenido un controvertido diálogo con un imaginario del Barroco que deja planteados múltiples interrogantes, tanto sobre ese período de la cultura occidental en torno al siglo XVII, como sobre la propia centuria desde la que se lanza esa mirada retrospectiva. Si aceptamos que cualquier presente crece sobre el pensamiento de su pasado, el hecho de que una época reflexione sobre tiempos pretéritos no tendría nada de particular; sin embargo, el diálogo que la Modernidad ha mantenido con el Barroco presenta peculiaridades que no dejan de llamar la atención.
La reflexión sobre el Barroco no arranca en el siglo XX, ya había sido objeto de la crítica cultural anteriormente, pero bajo una valoración claramente peyorativa, al menos desde las instancias institucionales. Pudiera parecer que ese «siglo que llaman ilustrado» se construyó sobre un rechazo frontal de la época barroca; no obstante, la bibliografía dieciochista de la última década ha venido insistiendo en la distancia que separó la teorización de académicos e ilustrados y la «verdadera» realidad cultural, lo que Ramón Gómez de la Serna traduce en esa necesidad de «oscurecer» las luces de la Ilustración3. En términos generales, la consideración del Barroco no va a ser mucho más favorable en el siglo XIX, a pesar de la ampulosa retórica de ciertos registros que presidieron la vida pública o los excesos románticos que no abandonarán del todo la vida artística hasta el final de la centuria; ahora bien, ya en ese momento comienzan a detectarse síntomas del cambio en la consideración del Barroco, traídos sin duda por los vientos del Romanticismo, que desde una Alemania idealista empezaban a rescatar ese pasado literario español, cuando en la propia España se tenía la vista fijada en horizontes más remotos, aunque quizá no menos «barrocos», como la propia Edad Media4, otro de los períodos en los que el imaginario de la Modernidad ha creído descubrir un mundo contrario al orden y el racionalismo del ideal clásico.«El romanticismo alemán empieza a rescatar el pasado literario barroco español»
Heredero del Romanticismo, aunque desde una perspectiva estética que anuncia Modernidades y Posmodernidades de nuevo cuño, Friedrich Nietzsche dedica el parágrafo 144 de Humano, demasiado humano al Barroco, anticipando algunas claves de la posterior reivindicación que este movimiento iba a conocer en el siglo XX.
A pesar de que lo sigue presentando como un estadio artístico producto de una carencia o falta —es decir, en términos negativos, que lo relacionan con el incumplimiento de los cánones clásicos—, le otorga ya una especificidad propia, aunque no exclusiva del siglo XVII, pues, según afirma el filósofo de Basilea, ya existió un estilo barroco en la antigua Grecia; ni exclusiva tampoco de las artes plásticas o la arquitectura, porque también existe un modo de filosofía barroca. De esta suerte, el Barroco ve ampliado su campo de acción al resto de las expresiones artísticas e incluso a otras actividades sociales, que se ven así revestidas por esa clara connotación estética que tiene todo lo barroco. En cuanto a su especificidad, destaca rasgos ciertamente positivos, como la dimensión sonora y el modelo musical afín a las poéticas barrocas, devolviéndole a la retórica y en especial a su quinta parte, la oratoria, una preponderancia que había perdido en la cultura contemporánea, cuando se identificó de forma creciente lo retórico con lo falso. A partir de ahí defiende la legitimidad de las artes construidas para el oído y subraya la importancia del componente sonoro en las diferentes artes. De este modo, el autor de El nacimiento de la tragedia del espíritu de la música lanza ya en 1879 una nota de disonancia al oponerse a Kant, que había rechazado la oratoria como la peor de las artes, o a Hegel, quien no dejó de acusar la pompa de las naciones del sur de Europa, especialmente en ese su período dorado de barroquismo.«Con las vanguardias, el Barroco artístico supera por primera vez su halo peyorativo»
Al mismo tiempo, la historiografía del arte comienza a establecer los primeros pilares para una reconstrucción formal de la evolución de los lenguajes plásticos, que se aleja del estilo positivista dominante hasta entonces. En 1855 Jacob Burckhardt publica su introducción al Renacimiento, donde se da cabida a un análisis artístico del Barroco italiano, aunque sin dejar de presentarlo como una etapa de degradación de los paradigmas clásicos. En 1888 aparece la obra de un discípulo suyo, Heinrich Wölffling, Renacimiento y Barroco. Un análisis sobre la condición y el origen del estilo barroco en Italia, en la que se recupera el debate abierto por Lessing en el Laocoonte, y a la que seguirán los célebres Conceptos fundamentales de historia del arte en 1915, donde por primera vez el Barroco se alza al mismo nivel que el Renacimiento dentro de un comportamiento cíclico de las formas. A Wölfflin le suceden una serie de nombres, como Wilhelm Worringer o Alois Riegl, cimientos de una teoría formal del arte basada en conceptos fundacionales del debate artístico moderno, como el de «voluntad de estilo» u oposiciones entre parejas de contrarios, como lo óptico y lo táctil. Con unos años de diferencia, la semiótica de Saussure y el formalismo de las escuelas del Este, apoyándose ya en exponentes de la Vanguardia más inmediata, asientan las bases para una corriente paralela de estudio formal de los lenguajes literarios, que no dejará de conocer nuevos desarrollos en la segunda mitad del siglo XX. Con el fenómeno de la Vanguardia el Barroco artístico —que no la mentalidad del Barroco— supera por primera vez y de modo definitivo el halo peyorativo que hasta entonces lo había envuelto.
La consolidación de estos dos fenómenos, a saber, la progresiva asimilación de la Vanguardia y la proliferación de las escuelas formalistas, constituyen dos frentes fundamentales para entender, al menos en el campo de la creación y el pensamiento, el creciente componente barroco del mundo occidental contemporáneo. No es producto del azar, por tanto, que sea precisamente a partir de los años sesenta, con la activación definitiva del sistema económico capitalista y la cultura de la imagen, cuando se completan definitivamente ambos procesos en Occidente, marcando un punto de «no retorno»: la integración explícita del aspecto experimental, procesual y material en el propio concepto de arte y con ello la transformación de las perspectivas teóricas de análisis de la cultura, entendida antes como un proceso dinámico resultado de la interacción de fuerzas diversas que como un producto fijo y acabado (…)
O. Cornago (Cuadernos de Filología hispánica. 2004)