Una de las propiedades más conocidas de los agujeros negros es su capacidad para hacer desaparecer, absorbiéndola, toda la materia que cae dentro de la órbita de su pavorosa fuerza de atracción gravitatoria. Algo parecido ocurre con la economía española. La subida de impuestos del gobierno apenas si representará un leve maquillaje momentáneo, destinado a ser rápidamente engullido por una recesión, un desempleo, un endeudamiento y un horizonte inminente de deflación que han llevado a Bruselas a calificar a la economía española como «el niño enfermo de Europa»
En fecha tan reciente como junio de este mismo año, Zaatero aseguraba que, a pesar de la crisis, él nunca subiría los impuestos. Apenas tres meses después de esta afirmación, el proyecto de Presupuestos Generales del Estado presentado por su gobierno para 2010 anuncia una subida generalizada de los principales impuestos: IRPF, IVA, impuestos especiales sobre tabaco, bebidas y carburantes, sobre las rentas del ahorro,… Subidas que recaerán fundamentalmente sobre los bolsillos de los trabajadores y las clases populares. ¿Qué ha pasado en este breve espacio de tiempo para un cambio tan radical? ¿Una catástrofe a punto de suceder? Lo que ha ocurrido, sencillamente, es que las cuentas de la economía nacional se deterioran con tal profundidad y a un ritmo tan vertiginoso, que en los principales centros de poder económico nacionales e internacionales se han encendido todas las luces de alarma. El dato que mejor ilustra este deterioro es el galopante incremento de la deuda pública. Si en los años de bonanza, España –impulsado por las necesidades de la banca de recurrir a la financiación exterior– llegó a acumular un volumen tan ingente de deuda exterior que nos convertimos en el país más endeudado per cápita del mundo; ahora, con la crisis y el hundimiento del sector privado, el testigo ha pasado a manos del Estado. En apenas dos años, España ha pasado de presumir de ser el Estado menos endeudado de la UE con una deuda pública de poco más de un 20% del PIB, a llegar a finales de este año a un endeudamiento superior al 53% del PIB. Más incluso que por su volumen, sorprende por la insólita velocidad a la que se está acumulando. Y el fenómeno tiende a agudizarse. En 2010, el Tesoro Público realizará unas emisiones brutas de deuda pública de alrededor de 211.500 millones de euros para refinanciar los vencimientos de deuda en el año y para cubrir las nuevas necesidades financieras. Esto equivale a decir que se va a endeudar a un ritmo de 17.625 millones al mes, 3.916 millones de euros cada semana, 579,45 millones al día, 24,14 millones por hora o 400.000 euros por minuto. Lo que significa también que, aproximadamente, cada familia española va a ver aumentada la cuota-parte de la deuda que tiene que pagar –en el presente y en el futuro, mediante la subida de impuestos– en más de 17.000 euros. Y además, gracias a un artificio de tipo contable –la deuda acumulada por las empresas públicas de cualquier tipo, desde TVE hasta Renfe, no cuenta como tal deuda, sino que está contabilizada en el capítulo de “inversión pública” en los presupuestos del Estado–, se oculta que el nivel de déficit público anual es en realidad superior al que se contabiliza. Lo que revela la auténtica gravedad de la situación es comprobar cómo, a pesar del decaimiento de la actividad, la paralización del crédito, el retroceso del PIB o el estancamiento del consumo, la economía española está aumentando su dependencia de la financiación exterior –la primera y principal de las cuatro grandes dependencias que lastran su desarrollo–. Sólo que ahora no como fruto principalmente del déficit comercial o el recurso al endeudamiento exterior de la banca, las empresas e, indirectamente, las familias, sino como resultado de la inaudita aceleración de la necesidad del Estado de salir a los mercados de capitales exteriores para financiar la deuda pública. La explosiva combinación entre deuda exterior y deuda pública auguran, para muchos expertos, un previsiblemente largo periodo de dolorosa deflación que traerá como consecuencia un altísimo nivel de desempleo, el colapso sistémico y prolongado del mercado inmobiliario y los sectores auxiliares o que giran en torno a él y el estallido más pronto o más tarde de insolvencias bancarias generalizadas con las consiguientes turbulencias en el sistema financiero y crediticio. La madre de todas las burbujas Nuestro país ha vivido en los últimos 8 años “la madre de todas las burbujas inmobiliarias”. Aunque España apenas representa el 10% de la población de la UE, desde el año 2000 se han levantado en nuestro suelo el 30% de todas las viviendas construidas en la Unión Europea. Tanto el anterior gobierno del PP, como el actual del PSOE (hasta que el estallido de la crisis empezó a poner las cosas en su sitio) han alentado el crecimiento de un burbuja tan insólitamente desmesurada que ha hecho que durante años, en nuestro país se construyeran más viviendas que la suma de las construidas en los tres principales países de la UE, Alemania, Francia y Gran Bretaña, que de conjunto prácticamente quintuplican la población española. Pero además, la mayor parte de este gigantesco movimiento inmobiliario se ha hecho recurriendo a financiación que provenía del exterior, especialmente de la banca alemana y francesa. Como resultado, la crisis inmobiliaria española no sólo hunde sus raíces en la sobresaturación de oferta en el mercado interior, sino que al mismo tiempo está estrechamente ligada a la crisis financiera mundial desatada tras la caída de Lehman Brothers. Esta crisis inmobiliaria es todavía mucho peor, y está mucho más extendida, de lo que parece. Su calado, proporcionalmente al volumen y los recursos de nuestra economía, es incluso mayor que el de las hipotecas subprime norteamericanas. A grandes rasgos se estima –pues la lentitud y falta de fiabilidad de las estadísticas oficiales, unido a la opacidad de la banca y las inmobiliarias impide corroborarlo– que España, en un cálculo conservador, posee un parque inmobiliario de más de un millón de viviendas nuevas sin vender. Por si fuera poco, un gran número de estas viviendas están situadas, no en los lugares de mayor presión demográfica –las grandes ciudades– sino en el litoral. La existencia durante estos pasados años de un mercado al alza –el de los turistas europeas, singularmente británicos– dispuestos a comprar una segunda residencia en España determinó está localización. Hoy, con la crisis y la perspectiva de una recuperación incierta, débil y prolongada incluso en los países más desarrollados, empieza a constatarse cómo una gran parte de las nuevas viviendas españolas sin vender están, en gran medida, levantadas en el momento y sobre los lugares equivocados. Mientras no reaparezcan nuevamente oleadas de turistas europeos ansiosos por comprar a cualquier precio –y no parece esta la perspectiva previsible durante bastantes años– difícilmente serán vendidas. Los subterfugios bancarios españoles Pero si al sector inmobiliario español se le puede calificar como la madre de todas las burbujas, a gran parte del sector bancario español se le podría aplicar aquello de la vieja canción popular: “tanto vestido blanco tanta farola, y el puchero en la lumbre con agua sola. Tanto reloj de oro tanta cadena, y en llegando a casa no tienen cena”. Haciendo salvedad de las dos megacorporaciones financieras –Santander y BBVA, a los que su tamaño y diversificación internacional les está permitiendo sortear los escollos más agudos de la crisis– el resto de la banca española se enfrenta a un panorama muy sombrío. Si esta realidad no aparece hoy de forma visible, es por la utilización masiva de subterfugios bancarios que permiten ocultar sus pérdidas, transfiriendo una parte sustancial de deuda a empresas constructoras e inmobiliarias zombies. Algo muy similar a lo que sucedió en el sector financiero japonés hace más de un década. ¿Nunca se han preguntado ustedes cómo es posible que habiendo estallado con tal virulencia la burbuja inmobiliaria española, sus principales financiadores y acreedores (los bancos y las cajas de ahorros) sigan presentado beneficios como si aquí no hubiera pasado nada? El impacto del hundimiento inmobiliario en el sector bancario tiene que ser, por necesidad, severo, muy severo. Los datos básicos así lo avalan. El valor de los préstamos vivos a promotores inmobiliarios pasó de ser de 33.500 millones en el año 2000 a 318.000 millones en el 2008, un incremento del 850% . Si a esto se le añaden las deudas de las constructoras, el valor de los préstamos vivos concedidos por la banca al sector en su conjunto (promotores más constructores) asciende a 470.000 millones de euros. Una deuda que representa prácticamente el 50% del PIB español. Pero con las nuevas viviendas construidas sin vender, hay que empezar a descontar, como está ocurriendo ya, con que una buena parte, si no la mayoría, de estos préstamos serán tarde o temprano morosos. ¿Cómo está haciendo frente la banca española a este auténtico agujero negro que supone el estallido de la burbuja inmobiliaria? Básicamente recurriendo a una serie de subterfugios y artificios contables que permiten ocultar, momentáneamente, el polvo bajo la alfombra. Pero esta política tiene un límite evidente: el momento justo en que es el polvo, dada su acumulación, el que empieza a ocultar la alfombra. De qué manera y a qué ritmo está ocurriendo esto, y los mecanismos y subterfugios que la banca está utilizando para tratar de ocultar la gravedad del problema y retrasar lo más posible su inevitable estallido (aprovechando los cambios en la normativa contable propiciados por el Banco de España, no marcando los préstamos a precios de mercado, prestando a constructoras e inmobiliarias zombies para mantenerlas vivas, ocultando allí sus deudas y otorgando préstamos hipotecarios sobre las viviendas que se han quedado en propiedad a 40 años y por el 100% del valor), así como la inexorable devaluación interna a que nos aboca esta situación, será el tema que nos ocupe en la próxima entrega.