Negociadores de alto nivel de EEUU -entre los que está el director de la CIA, William J. Burns, o el asesor de Biden, Brett McGurk-, junto a Qatar y Egipto hacen progresos en un posible acuerdo según el cual Israel pausaría las operaciones militares contra Hamás en Gaza durante dos meses a cambio de la liberación de más de 100 rehenes.
De acuerdo al texto explotatorio, que ha sido dado a conocer por el New York Times, durante la eventual tregua se produciría el intercambio de secuestrados por presos en varias etapas, acordadas por ambas partes. En una primera fase deberían ser puestos en libertad los menores de edad, las mujeres, los enfermos crónicos y los rehenes civiles en manos de Hamás y otras milicias, como la Yihad Islámica, a cambio de la excarcelación sucesiva de un número de presos palestinos todavía pendiente de fijar. Seguiría la entrega de las mujeres militares secuestradas y del resto de rehenes fallecidos, y concluiría con la liberación de oficiales y soldados israelíes cautivos.
Aunque el acuerdo no pondría fin a la guerra, establecería una valiosa tregua que permitiría el ingreso de la urgentísima ayuda humanitaria para dos millones de gazatíes que están al borde del colapso por hambre y enfermedades. Y daría tiempo a que una redoblada presión internacional -en el plano diplomático y en las movilizaciones del movimiento mundial contra la guerra- sentaran las bases para el cese definitivo de esta brutal ofensiva, y quizá para la imposición de la «solución de los Dos Estados».
Estas gestiones diplomáticas de alto nivel se están produciendo a la contra de un primer ministro israelí, Netanyahu, que reitera día tras día que la única forma que admite para liberar a los rehenes es la “victoria total” sobre Hamás. Su titular de Finanzas, el ultrasionista Bezalel Smotrich, ha tratado de torpedear la mediación de Qatar, al acusar al emirato de haber financiado a Hamás.
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EDITORIAL INTERNACIONAL
La Casa Blanca siente la presión internacional: ¿hacia un alto el fuego en Gaza?
La relación entre la superpotencia norteamericana y el Estado de Israel va más allá del apoyo político, diplomático y militar. Es una relación histórica, orgánica, podríamos decir que carnal. Washington apadrinó el violento nacimiento -mediante una guerra y una sangrienta limpieza étnica de 700.000 palestinos, la trágica ‘Naqba’ de 1948- del Estado de Israel e inmediatamente lo convirtió en lo que lleva siendo estos 75 años: el gendarme político y militar de EEUU en Oriente Medio, un brazo armado, una extensión del poder hegemonista en esta estratégica e incendiaria región del planeta.
Los vínculos económicos y políticos entre EEUU e Israel son poderosos, tupidos y profundos, y afectan no sólo a las élites del establishment de Washington -tanto a republicanos como a demócratas- sino a los mismos nódulos de las clases dominantes, en Wall Street y en Tel Aviv. Por eso, hay una ley -no escrita pero que todo el mundo conoce- para cualquier inquilino de la Casa Blanca: pase lo que pase, hay que proteger a Israel. No se puede dejar caer a Tel Aviv.
La Casa Blanca no es sólo una cooperadora necesaria o una cómplice del genocidio en Gaza. Son los coautores. Por eso los manifestantes antibelicistas de EEUU irrumpen en los actos de Joe Biden para llamarle -con toda justicia- «Genocide Joe».
Sin embargo, existen contradicciones y fricciones entre las élites norteamericana y sionista, y a veces son tan violentas como las que existen entre las dos fracciones de la clase dominante norteamericana, que han producido episodios tan tumultuarios como el asalto al Capitolio. Porque de hecho, son el mismo problema.
No es ningún secreto que los halcones del partido republicano -de los que Trump es su cabeza más visible- son los que están alentando al gobierno más belicista y ultrasionista de la historia de Israel no sólo a llevar hasta sus últimas consecuencias la «solución final» en Gaza, sino a incendiar todo Oriente Medio, haciendo que el conflicto salte a Yemen, Líbano, Siria… y sobre todo a Irán. Tratando de generar una conflagración a gran escala en la región que obligue a EEUU a intervenir en una zona del mundo donde su poder se ha resentido en los últimos años. Pero esta no es la política de Biden.
Debido a esta contradicción, desde los ataques de Hamás el 7 de octubre y el inicio de la ofensiva genocida de Netanyahu sobre Gaza, la administración Biden ha tenido que nadar y guardar la ropa, sorber y soplar al mismo tiempo.
Por un lado, han protegido a Israel. Han vetado todas las resoluciones en el Consejo de Seguridad de la ONU no ya condenatorias para Israel, sino hasta las que llamaban a un alto el fuego o a una tregua humanitaria. Y por supuesto, han suministrado al Ejército Israelí las millones de toneladas de proyectiles que están masacrando a la población civil. La Casa Blanca no es sólo una cooperadora necesaria o una cómplice del genocidio en Gaza. Son los coautores. Por eso los manifestantes antibelicistas de EEUU irrumpen en los actos de Joe Biden para llamarle -con toda justicia- «Genocide Joe».
Pero por otro lado, la administración Biden -y la fracción de la clase dominante norteamericana representada por ella- observan con inquietud cómo la sangrienta evolución de la guerra en Gaza no sólo está aislando internacionalmente a Israel, sino a los propios EEUU, dejando en evidencia que si bien tienen el poder y la fuerza, la correlación de fuerzas mundial en el plano diplomático les es cada vez más adversa, y que están perdiendo de manera estrepitosa la batalla ideológica, la del relato. Hoy la inmensa mayoría de los pueblos y las naciones del mundo están con Palestina, y claman contra el genocidio sionista.
“Biden ya dejó claro hace una semana a Netanyahu en una conversación telefónica que no va a aceptar que la guerra se alargue (…) en un año electoral en EEUU”, afirma el analista diplomático israelí Barak Ravid.
Pero sobre todo, Biden y las élites por él representadas están mortalmente preocupados por el más que significativo efecto que ya está teniendo el holocausto gazatí en la política interna norteamericana, en un decisivo año electoral en el que está en juego algo tan trascendental como el resultado de las urnas de noviembre, y por tanto la correlación de fuerzas de la pugna entre las dos fracciones de la clase dominante, y el rumbo que tomen unos EEUU en su ocaso imperial. El 56% de los votantes demócratas, y el 70% de la juventud norteamericana están en contra de la ayuda política y militar que EEUU está brindando a Netanyahu.
Estas son las poderosas razones que empujan a la Casa Blanca a imponer a Israel un «freno» o al menos un «límite» en su brutal ofensiva sobre Gaza, y en sus intenciones incendiarias sobre Oriente Medio. “Biden ya dejó claro hace una semana a Netanyahu en una conversación telefónica que no va a aceptar que la guerra se alargue (…) en un año electoral en EEUU”, afirma el analista diplomático israelí Barak Ravid.
La lucha de los pueblos del mundo, de las iniciativas políticas y diplomáticas como la valiente defensa de Sudáfrica en Corte Internacional de Justicia de la ONU, pero también de las masivas movilizaciones que han inundado las calles de todo el planeta -las más gigantescas, las del mundo musulmán, pero también multitudinarias en Europa y sobre todo en EEUU, donde se ha levantado el mayor movimiento antibelicista desde Vietnam- está golpeando a la superpotencia norteamericana y a su sangriento gendarme sionista.
Sienten la creciente presión internacional. El aliento de los pueblos en la nuca que les grita «¡parad la guerra!» «‘¡alto al genocidio!».