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Dimisión o burla

No por prevista, la imputación penal por tráfico de influencias de Oriol Pujol Ferrusola a cargo del Tribunal Superior de Justicia de Cataluña constituye una noticia menor ni menos inquietante. Se trata del secretario general de Convergència Democràtica, el primer partido catalán, que hegemoniza el Ejecutivo autónomo. Y que es al mismo tiempo uno de los grandes partidos españoles, de los que más contribuyeron al éxito de la Transición y a la estabilidad democrática durante 30 años, independientemente de cuán desacertada sea su actual deriva soberanista.

Aunque se trata de una imputación personal, sobresale en este caso la vinculación familiar con uno de los grandes protagonistas de aquel proceso, el fundador y líder del partido, Jordi Pujol, su padre, del que muchos consideran que Oriol pretendía erigirse en heredero político. De modo que si la investigación judicial ahora formalmente abierta acabase en resolución condenatoria, la sombra se extendería también sobre las redes de complicidad, construidas durante décadas, en las que se habría apoyado el eventual tráfico de influencias.

Estas circunstancias colaterales han sido implícitamente evocadas por Pujol Ferrusola, en la medida en que no ha renunciado a ningún cargo en el partido, pues la dimisión constituye un acto incondicionado, aunque pueda ser reversible. No ha dimitido, sino “delegado” sus funciones: quien delega competencias, las conserva por título original y se atribuye la capacidad de recuperarlas en cualquier momento. Traspasa su ejercicio, no su titularidad. Será un detalle, pero es clave para ilustrar una reacción más bien propia del principio hereditario-monárquico: eran los reyes quienes delegaban el despliegue temporal y territorial de su poder en los virreyes.

La veladura de Oriol Pujol de la primera escena política constituye un remedo burlesco del papel de la dimisión en democracia. Parece ser una dimisión, pero no lo es. Es una tomadura de pelo. La fuente del poder de los varios delegados estará así fuera de ellos mismos, convertidos en meros trasuntos del falso dimisionario, que mantendrá, con permiso de su presidente, la nuda propiedad del cargo mientras sus seudovirreyes ostentarán el ejercicio vicario de su posesión aparente. Pero todo eso no es lo más grave del asunto. Lo peor es que el nacionalismo catalán se apunta a una deriva cínica: sus dirigentes aparentan respeto a los militantes al abandonar definitiva o temporalmente sus cargos partidistas, pero los electores reciben el más estruendoso de los desprecios, ya que los líderes del partido conservan sus escaños parlamentarios.

La indebida apropiación de la función parlamentaria obedecerá al deseo de mantener sus privilegios procesales. Pero es doblemente indebida, puesto que la inmunidad de los electos se justificó en la fundación de las democracias como escudo protector contra golpes militares y asechanzas absolutistas; no como patente de corso para cualquier trapisonda individual.

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