Es de sobra conocido que en el París del siglo XIX uno de los mercados más prósperos era la venta clandestina de sangre humana, por la que burgueses y potentados pagaban precios exorbitantes en la creencia de que su transfusión sanaría enfermedades entonces incurables por otros medios. El desarrollo de la medicina acabó con ese mercado. Pero quien crea que eso significa que en el siglo XXI han desaparecido los que viven de chupar la sangre a la población, es que no conoce el mundo en que vivimos.
¿Cómo es osible que desde la extrema derecha mediática hasta la extrema izquierda parlamentaria coincidan en atribuir, para bien o para mal, a “los mercados” un poder omnímodo para imponer ajustes y exigir recortes, para decidir por encima de gobiernos, parlamentos y países la política económica que han de seguir para salir de la crisis? ¿Quiénes son esos todopoderosos mercados a los que, al parecer, todos estamos sometidos? Dejando de lado los argumentos de la derecha para quienes la palabra de “los mercados” viene a ser algo así como palabra de Dios, y por tanto nada tienen que objetar a sus exigencias, es en la izquierda sin embargo donde encontramos ampliamente extendida la teoría de la dictadura de los mercados. El ex-coordinador y parlamentario de Izquierda Unida lo sintetizaba perfectamente al día siguiente de la huelga general, calificando el 29-S como “una rebelión contra la dictadura de los mercados”. Pero no es el único, ni mucho menos. José Borrell escribía recientemente que la partida de póquer entre los mercados y los gobiernos había finalizado y que éstos últimos han terminado por perder. Felipe González era más radical al afirmar: “la dictadura de los mercados está por encima de las democracias”. El diario El País, tenido por progresista y cercano al PSOE, llamaba también, 24 horas después de 29-S, a la “reflexión” de los sindicatos con el argumento de que “la red de protección social solo puede financiarse con deuda cuyos prestatarios [los mercados] exigen un plan de ajuste convincente”. La idea, a simple vista, parece clara y razonable, y eso la hace aún más dañina. Los Estados necesitan recaudar dinero, endeudándose para poder cubrir sus gastos. Acuden para ello a los mercados de deuda, donde obtienen los préstamos necesarios. Pero eso sí, a cambio, “los mercados” exigen determinadas condiciones para conceder esos préstamos. ¿Pero quién demonios son esos mercados sin rostros ni apellidos? No hay mejor forma de responder esta pregunta que bajar a la realidad de los datos concretos. Se nos dice que Zapatero se ha visto obligado a dar un giro de 180 grados en su política y plegarse a imponer el plan de ajuste más duro de los últimos 50 años, porque en caso contrario “los mercados” de la deuda hubieran cerrado el grifo para España. Pues muy bien, ¿quiénes son esos mercados que financian la deuda española? Todo para la banca Ni protección al desempleo ni contribución a pensiones mínimas y no contributivas. Ni gastos de personal ni inversión en infraestructuras, educación o I+D+i. La principal partida de gasto publico del Estado será en 2011 el pago por los intereses de la deuda pública: 27.409 millones de euros. Un 18,1% más que en 2010, un 12,9% de los gastos totales del Estado y un 2,7 del PIB español. Las razones de este incremento espectacular del pago de los intereses de la deuda, no hay que buscarlas sólo en el aumento del endeudamiento público, sino en la estratosférica subida de la llamada “prima de riesgo”, es decir, el diferencial de los tipos de interés que paga España respecto a Alemania por los bonos a 10 años, que en apenas 12 meses ha pasado del 0’587% al 1,886%. Una subida en los intereses que piden los prestamistas nacionales e internacionales de más de un 300% en un sólo año. Es como si de pronto la hipoteca que usted o yo estamos pagando a un tipo de interés del 3,5%, nos la subieran a más del 10%. De pagar, pongamos, 1.000 euros al mes, pasaríamos súbitamente a recibir un cargo mensual de más de 3.000 euros. La sangría que esto supone para el país y para la población –para usted y para mi, para todos los contribuyentes– es directamente proporcional al aumento de las ganancias que supone para los poseedores de esa deuda pública. ¿Y quiénes son estos prestamistas nacionales e internacionales que ahora piden unos intereses un 300% superiores a los de hace un año? ¿“Los mercados”? Nada de eso. No es ningún ente metafísico, ninguna entidad incognoscible e incontrolable, guiada por leyes y reglas ignotas. Son poderes de clase económicos y políticos concretos y reconocibles, con nombres y apellidos conocidos por todos, pero convenientemente ocultos tras la cortina de humo de “los mercados”. Poderes a la cabeza de los cuales encontramos a la gran banca nacional, que acumula el 36,6% del total de la deuda pública española. Un total de 203.309 millones de euros. Aunque en los útimos meses, justamente los meses en los que Zapatero empezaba a aplicar el plan de ajuste, la población se indignaba y se gestaba la huelga general, la gran banca se deshacía de una parte importante de esos títulos de deuda pública: los habían comprado cuando estaban baratos y se han deshecho de ellos cuando los intereses han subido y se podían vender más caros. Ellos, los Botín y compañía son los primeros responsables y beneficiados de la subida de los tipos de interés que ahora paga la deuda española. A pagarles intereses a ellos va la parte principal de los gastos del Estado. Ellos son los propietarios de más de un tercio de esos mercados que nos obligan a congelar pensiones, a recortar inversiones y a bajar el sueldo de los funcionarios. Y por ello ganan suculentos beneficios. A la cabeza, como no podía ser de otra manera, está el Santander de Botín con 66.600 millones de euros (lo que equivale a más de 11 billones de las antiguas pesetas) de deuda pública española en sus activos financieros. Seguido muy de cerca por el BBVA, con otros 52.131 millones. Ya más lejos, las dos grandes cajas, Caja Madrid con 21.000 millones y La Caixa con 18.000. Sólo entre ellos cuatro poseen el 77,3% de los títulos de deuda pública en manos de la banca nacional. Porcentaje que todavía sería superior si le sumáramos la que está en propiedad de diversos fondos de inversión que, directa o indirectamente, controlan los cuatro grandes del sistema financiero. Para la gran banca, la compra de deuda pública española ha sido uno de los negocios del año que le están permitiendo, pese a la crisis, obtener unos beneficios multimillonarios. Toman dinero, mucho dinero, prestado del Banco Central Europeo a un interés del 1%. Y con él se dedican –además de tapar los agujeros que les van apareciendo– a comprar deuda pública española por la que cobran un interés del 4,045%. Más de tres puntos porcentuales de diferencia que constituyen un negocio más que redondo. Y cuanto más aumenta la presión de “los mercados”, es decir, cuanto más sube el tipo de interés que debe pagar el Tesoro español por colocar sus títulos de deuda, más negocio para ellos. ¿De qué hablamos entonces? ¿De "mercados" o de "Botínes"? Desde las minas de Almadén La otra parte relevante de la deuda pública, el 45,21%, está en manos del capital extranjero. Y ahí sobresale, por encima de todos, el gran capital financiero francés, que acumula una cuarta parte, el 25%, del total de deuda pública española en manos extranjeras. Si en el sigo XIX ese mismo capital usurario francés hizo el gran negocio con los empréstitos para la construcción del ferrocarril y la deuda pública a él asociada, en el siglo XXI parece que estamos condenados a repetir la historia. A mediados del siglo XIX, el embajador francés en Madrid escribía a su gobierno que “cuanto más sube el carlismo, más baja el precio de las minas de Almadén”. 150 años después, ese mismo embajador podría escribir perfectamente: “cuanto más se desestabiliza el mercado de la deuda europea, más réditos sacan nuestros bancos de España”. Porque además, la idea también ampliamente difundida de que “los mercados” son una especie de amalgama indescifrable que reúne a millones de pequeños y grandes ahorradores de todo el mundo se desvanece cuando la confrontamos con la realidad de los datos que ofrece el propio Banco de España. Resulta que dos tercios de la deuda pública española en manos extranjeras están repartidos a partes iguales entre los mayores Bancos Centrales del mundo (es decir, los principales Estados capitalistas, las mayores potencias mundiales) y los bancos y fondos de inversión controlados por éstos, es decir, las mas poderosas oligarquías financieras del planeta. Ellos son –en combinación con las agencias de calificación y los organismos internacionales tipo FMI, también controlados por ellos– los que manejan los mercados mundiales de deuda, los que deciden qué país va a apagar más o menos por su deuda, los que elevan o rebajan la calificación y por tanto la prima de riesgo que paga cada uno, los que lanzan rumores sobre la economía de un país o venden masivamente sus títulos de deuda para provocar un alza en el interés que ha de pagar. ¿Los mercados? Bonita forma de llamar al gran capital usurario internacional, a las grandes oligarquías financieras, a las principales potencias imperialistas que viven de la explotación, el robo y el saqueo de los pueblos a ellos sometidos. La moderna bancocracia (…) El sistema del crédito público, es decir, de la deuda del Estado (…) se adueñó de toda Europa durante el período manufacturero. El sistema colonial, con su comercio marítimo y sus guerras comerciales, le sirvió de acicate. Por eso fue Holanda el primer país en que arraigó. La deuda pública, o sea, la enajenación del Estado –absoluto, constitucional o republicano–, imprime su sello a la era capitalista. La única parte de la llamada riqueza nacional que entra real y verdaderamente en posesión colectiva de los pueblos modernos es… la deuda pública. Por eso es perfectamente consecuente esa teoría moderna, según la cual un pueblo es tanto más rico cuanto más se carga de deudas. El crédito público se convierte en credo del capitalista. Y al surgir las deudas del Estado, el pecado contra el Espíritu Santo, para el que no hay remisión, cede el puesto al perjurio contra la deuda pública. La deuda pública se convierte en una de las más poderosas palancas de la acumulación originaria. Es como una varita mágica que infunde virtud procreadora al dinero improductivo y lo convierte en capital sin exponerlo a los riesgos ni al esfuerzo que siempre lleva consigo la inversión industrial e incluso la usuraria. En realidad, los acreedores del Estado no entregan nada, pues la suma prestada se convierte en títulos de la deuda pública, fácilmente negociables, que siguen desempeñando en sus manos el mismísimo papel del dinero. Pero, aun prescindiendo de la clase de rentistas ociosos que así se crea y de la riqueza improvisada que va a parar al regazo de los financieros que actúan de mediadores entre el gobierno y el país –así como de la riqueza regalada a los rematantes de impuestos, comerciantes y fabricantes particulares, a cuyos bolsillos afluye una buena parte de los empréstitos del estado, como un capital llovido del cielo–, la deuda pública ha venido a dar impulso tanto a las sociedades anónimas, al tráfico de efectos negociables de todo género como al agio; en una palabra, a la lotería de la bolsa y a la moderna bancocracia. Desde el momento mismo de nacer, los grandes bancos, adornados con títulos nacionales, no fueron nunca más que sociedades de especuladores privados que cooperaban con los gobiernos y que, gracias a los privilegios que éstos les otorgaban, estaban en condiciones de adelantarles dinero. Por eso, la acumulación de la deuda pública no tiene barómetro más infalible que el alza progresiva de las acciones de estos bancos, cuyo pleno desarrollo data de la fundación del Banco de Inglaterra (en 1694). El Banco de Inglaterra comenzó prestando su dinero al gobierno a un 8 por 100 de interés; al mismo tiempo, quedaba autorizado por el parlamento para acuñar dinero del mismo capital, volviendo a prestarlo al público en forma de billetes de banco. Con estos billetes podía descontar letras, abrir créditos sobre mercancías y comprar metales preciosos. No transcurrió mucho tiempo antes de que este mismo dinero fiduciario fabricado por él le sirviese de moneda para saldar los empréstitos hechos al Estado y para pagar, por cuenta de éste, los intereses de la deuda pública. No contento con dar con una mano para recibir con la otra más de lo que daba, seguía siendo, a pesar de lo que se embolsaba, acreedor perpetuo de la nación hasta el último céntimo entregado. Poco a poco, fue convirtiéndose en depositario insustituible de los tesoros metálicos del país y en centro de gravitación de todo el crédito comercial. Por los años en que Inglaterra dejaba de quemar brujas, comenzaba a colgar falsificadores de billetes de banco (…) C. Marx. (El Capital, Tomo I. Cap. XXIV)