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Descalabro o cacicada`, el dilema de Rajoy

La modificación del artículo 196 de la Ley Orgánica 5/1985 de 19 de Junio de Régimen Electoral General para que los alcaldes sean elegidos directamente por los votantes y no por la mayoría absoluta de los concejales, tal como pretende el Gobierno y el PP, es una democrática arbitrariedad, o sea, una ‘cacicada’. Rajoy puede hacerlo, pero si modifica la ley en soledad, habrá roto, además de desdecirse personalmente, una de las pocas prácticas sanas que quedan en la democracia española: no alterar sin amplio consenso el llamado bloque de constitucionalidad. Zapatero lo hizo con el Estatuto catalán de 2006 -que no contó con el apoyo del PP- y ahí están las consecuencias.

El presidente del Gobierno, sin embargo, se encuentra ante un grave problema: sabe que las elecciones municipales y autonómicas de mayo del año que viene pueden suponer un descalabro para el PP, porque se compararán con el éxito tan extraordinario logrado por los populares el 22 de mayo de 2011. Amparado en la mayoría absoluta de que dispone, Rajoy pretende alterar las reglas del juego a sólo nueve meses de los comicios locales y autonómicos mediante un procedimiento democrático pero motivado por razones de interés partidario. No se trata, pues, de que la elección directa del alcalde sea ni inconstitucional ni antidemocrática. Lo cuestionable es la motivación de ese cambio normativo y el momento tardío -en relación con el fin de la legislatura municipal- para plantearlo y ejecutarlo, cuando pudo hacerlo, sin sospecha de partidismo, al principio de su mandato.

Probablemente, si el PP y el Gobierno no cambian el sistema de elección de alcaldes podrían perder ciudades en las que en 2011 obtuvieron cómodas mayorías absolutas. Y especialmente tres que son emblemáticas de su poder territorial. Concretamente, Madrid, donde obtuvo el 49,7% de los votos; Valencia, con el 52,5%, y Sevilla, con el 49,3%. Estos porcentajes de voto a las listas del PP son impensables en el próximo mayo. En esas y otras capitales perdería la mayoría absoluta y una previsible conjunción de izquierdas (PSOE, IU, Podemos y, eventualmente, UPyD) arrebatarían a los conservadores las alcaldías. Se produciría, por lo tanto, un auténtico descalabro que podría agudizarse si lo mismo ocurre en las Comunidades Autónomas de Madrid y Valencia.

Si en vez de ser elegido alcalde el que obtenga la mayoría absoluta de los concejales (artículo 196 de la LOREG), lo es el que logre, con una prima adicional de concejales, el 40% de los votos y un 5% más que la siguiente lista, el PP tiene más posibilidades de -incluso cayendo mucho en las urnas- mantener las principales alcaldías españolas. Al parecer esa es la fórmula barajada por el Gobierno que se complementaría con una segunda vuelta en caso de que ninguna lista obtenga ese porcentaje de sufragios. Aunque el Ejecutivo aún no ha descubierto por completo los criterios que regirían la modificación de la ley electoral. Pero hay un dato general muy indicativo: en 19 capitales el PP obtuvo en 2011 más del 50% de los votos; en 17, entre el 40% y el 50%, sólo en seis estuvo por debajo del 40 y no fue el partido más votado en diez capitales. Es decir: en la legislatura municipal y autonómica actual, barrió del mapa al PSOE.

Sin embargo, de aquel 22 de mayo de 2011 al día de hoy se han producido dos cambios sustanciales: el primero consiste en la fuerte y profunda decepción de un amplio sector de electores del PP a cuenta de la corrupción (casos Bárcenas y Correa) y en la ausencia de compromiso del Gobierno con su programa electoral; y el segundo, que reside en el fraccionamiento de la izquierda que se aunaría en coaliciones diferentes para arrebatar poder territorial al PP a sólo cinco meses de los comicios legislativos. Los populares apenas podrían contar con UPyD y con Ciudadanos -si los de Rivera logran una cierta cobertura territorial en las municipales más allá de Cataluña- para mantener alcaldías en su poder. De modo que sólo una modificación de la LOREG en el sistema de elección de alcaldes evitaría a los conservadores que las elecciones locales les resultasen poco menos que desastrosas.

Pero ni siquiera consumando esa reforma legislativa el PP podría confiarse lo más mínimo. El tiempo apremia y transcurre con velocidad sin que el Gobierno haya revitalizado su discurso político, que sigue obsesivamente centrado en la economía y en las reformas que repercuten sobre ella sin atender a otras realidades sociales e institucionales que requieren de renovaciones urgentes. Es cierto que la mejora económica ayudará al PP, lo mismo que una resolución sensata del envite soberanista en Cataluña. Pero el ámbito local-regional es muy sensible a las políticas de proximidad entre las que resultan de vital importancia las conductas de probidad y honradez de los ediles que en tantos sitios se echan en falta. Un problema que afecta también al PSOE (en Andalucía, por ejemplo), pero menos a los demás partidos.

Por lo demás, las principales ciudades vascas y catalanas -salvo algunas para el PSC- quedarán en manos nacionalistas con más comodidad de lo que ya están por el procedimiento de elección de alcaldes ahora vigente. Aunque probablemente, tanto ERC como Bildu se beneficien -un “daño colateral” se dice en el Gobierno- de una reforma que el PP y el Ejecutivo van a llevar adelante pro domo sua. Entre el descalabro posible y la ‘cacicada’ segura, Rajoy ha optado por la segunda optimizando una mayoría absoluta que, dado el previsible nuevo mapa de poder de los partidos en España, tardará muchos años en repetirse.

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