El Observatorio

Deportación

No sé si el término ha tenido otros usos desde el fin de la segunda guerra mundial, pero para mí­ la palabra «deportación» está indisolublemente ligada a la cacerí­a nazi de judí­os, gitanos, eslavos y comunistas y su encierro en campos de concentración con vistas a su exterminio. Que la palabra haya vuelto a usarse con toda «normalidad» hoy en los paí­ses occidentales para mencionar la cacerí­a de inmigrantes ilegales, su retención indefinida en «centros especiales» (que son cárceles disfrazadas, donde no tienen ningún derecho) a la espera de su expulsión, no deja de ser un hecho desasosegante y una realidad con tales «paralelismos» con el pasado que pone los pelos de punta.

Esta es la realidad que se aborda en la elícula “The Visitor”, un comprometido y emotivo film norteamericano, que pasó relativamente “desapercibido” entre los oropeles de las películas de los Oscars, tal vez porque su contenido era excesivamente “corrosivo” y lo que denuncia no se puede achacar simplemente a “los excesos de la era Bush”: de lo mucho que ha quedado intocado incluso tras la marcha de Bush, la “deportación” de ilegales es algo que no sólo permanece, sino que se ha generalizado a todos los países occidentales. Lo que nació como una práctica xenófoba tras el 11-S, se ha convertido ya en una línea de conducta común, que con más o menos alharacas siguen a pies juntillas los Berlusconi o Sarkozy, los Zapatero o Brown. La célebre “directiva de la vergüenza” aprobada por la UE hace unos meses no es más que la generalización de ese modelo y su conversión en una práctica legal y diaria, su “normalización”: cada día en cada país europeo se “caza” y detiene a inmigrantes y se les interna y deporta, ante el silencio y la presumible indiferencia de la población, que en gran medida “ignora” lo que está pasando. También la población alemana declaró después del Holocausto que “ignoraba” lo que estaba pasando con los judíos que un día sí y otro también “desaparecían” de su barrio, de su calle, de su escalera. ¿Alguien se pregunta hoy por los bolivianos, o ecuatorianos o rumanos que de la noche a la mañana ya no están en la vecindad? “The Visitor” nos alerta de cómo emerge esta zarpa del fascismo en el subsuelo de nuestras sociedades y sobre qué bases de “ignorancia” e indiferencia crece y se desarrolla. Walter es un profesor de economía de una universidad americana, en Conneticut, viudo, solitario y amargado, que vive refugiado en dos últimas pasiones terminales: el vino y la música. Su vida está vacía y carece de alicientes, no se relaciona con nadie y su trabajo en la facultad es una burda ficción: da una sola clase y en teoría está escribiendo un libro. Es la quintaesencia de ese sector social parasitario que anida en las élites intelectuales occidentales, que vive una existencia muelle, una vida burguesa completa, sobre la base de “fingir” que hace algo, pero a la que en realidad todo se la trae ya floja: lo único que le interesa es que se le reconozca y mantenga su status social y cultural y se le moleste lo menos posible. Un día la facultad “fuerza” a Walter a acudir a Nueva York a defender una ponencia en un congreso, de la que se supone que es coautor, pero en la que en realidad no ha hecho más que añadir su firma. No quiere ir, pero al final acepta porque no tiene más remedio. Pero cuando llega a su casa en la “gran manzana” se va a dar de bruces con una realidad inesperada: su piso está “ocupado” por dos inmigrantes ilegales, una joven pareja, compuesta por un sirio y una senegalesa, a quienes “alguien” les ha alquilado el piso como si fuera suyo. A partir de aquí la película va a ir entrando en “materia”. Walter va a empezar acogiéndolos y va a acabar fraguando con ellos una relación cada vez más estrecha, sobre todo a partir del momento en que la policía detiene al joven y comienza la pesadilla que acabará con su deportación. Walter se verá obligado a romper con la inercia de su vida y a plantearse en qué mundo vive, qué está ocurriendo, qué está pasando ante nuestras narices, adónde conduce esa existencia vacía y sin ningún compromiso que llevaba, esa existencia que es un símbolo demoledor de lo que son las élites intelectuales hoy en Occidente, “muertos en vida”, sobre cuyo silencio se está llevando a cabo la construcción de una realidad monstruosa. Una realidad que no se estremece ni ante esta sóla palabra, que da escalofríos: Deportación.

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