SELECCIÓN DE PRENSA NACIONAL

¿Cuándo se jodió España?

La dejación por la izquierda de símbolos españoles y hasta de la propia idea de España, al no considerarlos del todo propios sino heredados del franquismo e impuestos en la Transición, propició que el reaccionario y poderoso nacionalismo español se apropiara de ellos. Esta apropiación llevada a extremos a menudo predemocráticos y privativos del régimen anterior, es causa del desafecto de buena parte de los españoles a España. Parodiando a Vargas Llosa con la pregunta de cuándo se jodió España, podríamos decir que cuando en la periferia declararse español fue sinónimo, no solo de franquista sino hasta de fascista. Evidentemente fue el general Franco quien dinamitó la idea de España, prostituyéndola con hechos criminales, cuando no ridiculizándola con grandilocuencias absurdas y falsedades históricas, amén de haber masacrado al pueblo español durante la Guerra Civil y los casi 40 años de dictadura; violando esa idea de España que había sido motivo de doctas y apasionadas discusiones intelectuales, desde la generación del 98, la del 27, hasta la de los 50.

Lejos queda la Barcelona capital del antifranquismo, núcleo cultural de la lengua castellana, lugar de encuentro de grandes poetas de la generación de los cincuenta y centro de acogida de intelectuales latinoamericanos, quienes lograrían el boom literario más importante en lengua castellana del siglo XX. Lejos están los tiempos en que en Madrid, entre los jóvenes y no tan jóvenes, triunfaban Raimon y Serrat cantando en catalán, y toda España democrática y progresista se identificaba con Cataluña en sus reivindicaciones, coreando “Llibertat, Amnistia i Estatut d´Autonomia”. El antifranquismo así como el espíritu de la Transición se han ido diluyendo casi por completo.

Ante la hecatombe que nos está cayendo, los nacionalismos resurgen suscitados por el miedo. Los diferentes pueblos periféricos que conforman España no siguen los sabios consejos de unidad que pide el Rey, y se pierden en discusiones bizantinas, en que si son galgos o podencos, o escapismos, huyendo de la realidad en sueños que son quimeras. España invertebrada, atrapada por dos nacionalismos antagónicos que se retroalimentan, el catalán y el español, parece abocada ahora a un choque frontal de trenes, si un proyecto federalista de última hora no lo remedia. Y la víctima mortal es España que se desintegraría por un efecto dominó en una profusión de reinos de taifas —Cataluña, Euskadi, Galicia, Andalucía— sin futuro en Europa y fuera de Europa.

España no puede desaparecer, pese a sus demonios y al cainísmo nacionalista. No se trata de un país balcánico, tal Yugoslavia o Checoslovaquia, creados artificialmente en las entreguerras con los despojos del Imperio Austrohúngaro, sino de quizás uno de los paises más antiguos de Europa; con mil quinientos años de historia, si consideramos al reino visigodo antecedente de España; con casi 500 años, si partimos de la unión del Reino de Castilla con la Corona de Aragón, y una unión más orgánica de cerca de 300 años. Tantos siglos de historia y cultura compartidas no pueden desvanecerse por la ambición y las ansias de poder de los nacionalismos enrocados. No se pueden olvidar las tres últimas décadas, los años más prósperos, felices y libres de nuestra historia bajo el manto de la Monarquía parlamentaria: pasamos de un país tercermundista a la octava economía del mundo. De un país de emigrantes a otro de inmigrantes. De unas costumbres morigeradas a una de las legislaciones más libres de Europa. De un país de hambre, a la cabeza de la gastronomía mundial.

Parecía que la bonanza no tendría fín. Se crearon infraestructuras, se urbanizaron los suburbios, la sanidad era de las mejores de la Unión Europea y el estado de bienestar era equivalente a muchos países de nuestro entorno: la renta per cápita de los españoles había crecido más de seis veces en treinta años. Por fín en España se podía vivir: habíamos acabado con el mal sueño de las dos españas gracias a la Monarquía de todos. Pero, los excesos, las carencias, las corrupciones, los errores afloran ahora con el descalabro económico. Resurgen los demonios ancestrales y de nuevo el verso de Gil de Biedma cobra sentido: «De todas las historias de la Historia / la historia más triste es la de España / porque acaba mal…».

(…)

La tarea es ahora desactivar a los nacionalismos. Frente a ellos, la forma racional de vertebrar de una vez por todas a España es el federalismo. Una federación fuerte, cohesionada, integradora, que incluso podría unirse a Portugal en una Federación Ibérica, con capital rotativa entre Madrid, Lisboa y Barcelona, lo que supondría un mayor peso específico en la Unión Europea. La formulación de una Constitución Federal que reforme la ya existente y logre el encaje de las nacionalidades históricas más Andalucía, en una España vertebrada y plurinacional sería el objetivo. Y el primer paso, la transformación del senado en Cámara de Representación Territorial. Liderar el federalismo español debería ser la bandera de un refundado socialismo que irrumpiera en Europa con postulados de izquierda. La huelga general del 14N en plena campaña electoral catalana ha sido el primer obús a la línea de flotación del nacionalismo. Y ya un grupo de la sociedad civil clama en dos manifiestos por un federalismo de izquierdas y por una Cataluña en España.

Mas otra España alborea, la machadiana del cincel y de la maza, de la rabia y de la idea… la España de mis amores.

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