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Cuando los presidentes dimití­an

En su último barómetro del CIS como presidente del Gobierno, en diciembre de 1980, Adolfo Suárez sacó su peor nota desde que llegó a La Moncloa: un 4,9 sobre 10. Pocas semanas después presentó su dimisión. Gran parte de la prensa aplaudió el gesto porque su «política titubeante» había generado «desencanto social».

En el último barómetro del CIS, octubre de 2013, Mariano Rajoy obtuvo un 2,4. Alfredo Pérez Rubalcaba, un 3,13. Caro Lara saca un 3,8 y Rosa Díez, la mejor valorada, un 4,2. No hay dimisiones a la vista. Ni desencanto social, si tenemos que juzgar la situación por las portadas de los periódicos.

A Adolfo Suárez conviene agradecerle dos cosas. Su ambición por gobernar para todos, también para quienes no le votaron, y su dimisión cuando consideró que su permanencia en el sillón no arreglaba nada, ese gesto tan digno como poco habitual en nuestra historia política. ¿Llevar la democracia a España? Por supuesto, fue un éxito desmontar el búnker sin que explotase con todos dentro. Pero tampoco había muchas más opciones para ese régimen fascista y cuartelario, anacrónico en Europa.

Para bien y para mal, Suárez logró que la reforma se impusiese sobre la ruptura. ¿Pacífica? No tanto. Contra el tópico, la Transición fue sangrienta: unos 700 muertos entre grupos armados y Cuerpos de Seguridad del Estado.

Como argumenta Ignacio Sánchez-Cuenca, la probabilidad de que España, con el nivel de desarrollo económico que ya tenía en los 70, se convirtiese en una democracia era del 85%. No había otro camino que el que recorrió Suárez y por eso es algo tramposa esa épica de la Transición que presenta esos años como una gesta imprevista y heroica, como si la continuidad del franquismo fuese una alternativa realista en el último cuarto del siglo XX para un país de la Europa occidental aspirante a la UE y a la OTAN.

Suárez se marcha con sus luces pero también con sus sombras, como sus feas gestiones a favor del banquero Mario Conde.

En el funeral, estomaga especialmente el encendido elogio de quienes más lo cuestionaron cuando estaba en el Gobierno. Empezando por el rey, que con su irresponsable y poco democrático comportamiento –sus «a ver cuándo me quitáis a éste»– alimentó esa conspiración cortesana que acabó desembocando en el 23F. O de esa derecha a su derecha –la de Fraga, la que después se impuso– y que durante su mandato le trató de traidor. Esa derecha que nunca le perdonó sus orígenes humildes y que hoy se apropia de lo mejor de su legado. Como el expresidente José María Aznar, que ahora se presenta como su «votante». No parece que fuese en el referéndum de esa Constitución española que tanto cuestionó en su momento para después apropiarse del texto como si fuese suyo.

Suárez se va y probablemente el CIS hoy le daría una valoración ciudadana superior a ese 4,9 que cosechó en su último barómetro como presidente. En comparación con lo que ha quedado tras el naufragio de esta democracia de baja calidad que sucedió a la dictadura de Franco, hasta Suárez parece un gigante.

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