El resultado, según varias organizaciones ecologistas o representantes de pequeños países costeros en vias de desarrollo (los más vulnerables ante el calentamiento global) es más que decepcionante. Mientras que las grandes potencias celebran las resoluciones, muchos no dudan en tachar de «farsa» el acuerdo alcanzado en Paris.
Acuerdo, no protocolo.
Bajo la apariencia diplomática de la Cumbre del Clima de París – nombre oficioso de la XXI Conferencia Internacional sobre Cambio Climático (COP21) auspiciada por la ONU- subyace una lucha descarnada. No sólo una enconada lucha entre el viejo modelo productivo y energético -basado en los combustibles fósiles- contaminante, depredador y desastroso para el planeta, y un nuevo modelo productivo basado en el desarrollo sostenible y las energías limpias y renovables. No sólo una lucha entre los intereses de los grupos monopolistas más poderosos del planeta por imponer sus intereses, formas y límites a la lucha contra el cambio climático frente a los intereses de la humanidad y el medio ambiente. Al lado y por encima de eso, en la Cumbre del Clima de París también se ha librado una feroz batalla internacional, entre un viejo orden mundial en su ocaso pero que no ha muerto -dominado por una superpotencia en declive, EEUU, y su sistema de alianzas- y un nuevo orden mundial, multipolar y plural, que está aún en gestación, que emerge pero que no domina todavía. Este es el marco en el que hay que leer los acuerdos resultantes del COP21.
La Cumbre de París tenía como objetivo sustituir al Protocolo de Kioto. Aquella resolución, firmada en 1992 por sólo 37 países, consiguió con los años una reducción de las emisiones de gases de efecto invernadero del 22% (muy por encima del 5%). Pero al no ser firmado por EEUU -la economía más contaminante del planeta- ni por las economías entonces emergentes -China, India o Rusia- fuertemente dependientes de formas de energía de gran polución (en especial el carbón), el calentamiento global siguió su curso.
Por eso los entresijos diplomáticos de la Cumbre del Clima de París han ido dirigidos a fabricar un documento a la medida de las dos grandes potencias económicas mundiales. A la medida de EEUU y las viejas potencias capitalistas, como representantes de los grupos monopolistas y gigantes industriales más poderosos del planeta, Y en menor medida en función de China y las economías emergentes.
Actualmente China tiene un enorme problema con la contaminación atmosférica. Los niveles de polución de sus ciudades son a menudo una gravísima amenaza para la salud pública y su parque automovilístico y su industria en ascenso suponen una contribución creciente al efecto invernadero (emite 6000 millones de toneladas de gases de efecto invernadero al año). Sin embargo, su excedente de capital pone a China en unas inmejorables condiciones para invertirlo en una transición hacia una economía eficiente y menos contaminante. Aunque los dirigente de Pekin han advertido este problema en sus informes y congresos, es una incógnita saber si el gigante asiático tomará esto como una prioridad.
Sin embargo, aunque China le haya quitado a EEUU el puesto de economía más contaminante del mundo, es la superpotencia la que más tiempo lleva emitiendo gases de calentamiento global a la atmósfera. Y son sus multinacionales y grupos monopolistas -junto al aparato político estatal que les sirve- los principales actores que mantienen un modelo productivo y energético basado en los combustibles fósiles. Es la superpotencia norteamericana la que mantiene un orden mundial capitalista cuya maquinaria se nutre del petróleo.
Un protocolo es un acuerdo vinculante. Implica revisiones y alguna forma de sanciones si las partes no cumplen las etapas o exigencias, algo que las potencias más poderosas del planeta dificilmente iban a firmar. Para Washington supone un freno a una economía con un peso declinante en el PIB mundial, y una limitación que la burguesía monopolista no está dispuesta aceptar. Para China -y los BRICS- tampoco, ya que las limitaciones medioambientales -al igual que los temas de derechos humanos- son a menudo utilizados como un ariete de la superpotencia para inmiscuirse en sus asuntos internos. Es por eso que cualquier expresión “jurídicamente vinculante” presente en los primeros borradores se ha evaporado en el acuerdo final. En el marco del antagonismo de intereses entre viejas potencias dominantes y economías emergentes y países en vías de desarrollo, un nuevo protocolo aceptable por todos era poco imaginable.
«El acuerdo final ha eliminado cualquier compromiso para la “descarbonización” o abandono de la economía del carbono. «
Los esfuerzos diplomáticos chinos, junto a otros países en vías de desarrollo, han ido destinados a que las resoluciones de la Cumbre no supusieran una via de injerencia para su soberanía nacional, ni una merma a sus economías emergentes o su incipiente desarrollo económico, en beneficio de las grandes potencias. Y lo han conseguido: el acuerdo hace una distinción entre los esfuerzos que deben hacer tres grupos de países: los desarrollados, las potencias emergentes y el resto de países. Sobre los primeros recae el grueso de las responsabilidades. A los segundos se les emplaza, de manera voluntaria, a hacer mayores esfuerzos. El tercer grupo debe ayudar en la lucha contra el calentamiento, pero se les reconocen sus dificultades y se les concede mayor tiempo para adaptarse.
Economía del carbono vs. descarbonización.
En el seno de este marco entre naciones, los grandes grupos monopolistas también han velado celosamente por encerrar el acuerdo en los márgenes de sus intereses. Entre los patrocinadores de la COP21 -autodenominados pomposamente “amigos del clima”- podemos encontrar algunos de las corporaciones más contaminantes del planeta. Multinacionales como Electricité de France, un gigante de la energía nuclear. O Engie (antiguamente GDF Suez), una de las principales empresas emisoras de gases de efecto invernadero, con 30 centrales térmicas en todo el mundo. También empresas del automóvil como Renault o Nissan o colosos como IKEA o Michelin, que compran bosques enteros para asegurarse el suministro de madera o caucho, y que han sido denunciadas por las autoridades medioambientales de numerosos países.
No es de extrañar que el acuerdo final haya eliminado cualquier compromiso para la “descarbonización” o abandono de la economía del carbono, es decir, del modelo energético basado en los combustibles fósiles.
Tal objetivo ha quedado tan desdibujado que muchas organizaciones ecologistas han salido completamente defraudadas de la Cumbre. Kumi Naidoo, director internacional de Greenpeace, ha declarado que “era improbable que los líderes políticos se rebelen contra los intereses fósiles”. Los Amigos de la Tierra se muestran mucho más críticos. “Es una farsa de acuerdo», dicen los ecologistas, «los intereses de los combustibles fósiles han desvirtuado completamente el acuerdo que se queda en palabras vacías de contenido».
En lugar de objetivos -asumibles, progresivos, pero vinculantes y efectivos- sobre la reducción de gases de efecto invernadero y descarbonización, los acuerdos de Paris establecen que los países firmantes se comprometan a hacer un balance entre las emisiones de gases que lanzan a la atmósfera y las captaciones de CO2 por parte de los sumideros naturales (bosques y selvas). Como denuncian los ecologistas y la comunidad científica tal estrategia es absolutamente insuficiente. La reforestación -aunque necesaria y beneficiosa- no puede ser sustituída por la reducción de emisiones.
O el mundo camina con pasos firmes hacia la descarbonización, sustituyendo de la forma más acelerada posible las fuentes de energías fósiles por otras limpias, renovables y libres de emisiones, o no sólo será imposible no rebasar el límite crítico de los 2ºC de aumento de la temperatura, sino que como denunció el representante de Nicaragua -uno de los países más vulnerables al cambio climático y también uno de los más críticos en la cumbre- vamos derechos a un catastrófico aumento de 3ºC. Los pueblos del mundo no podemos permitirlo.