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Crónica de rescate frustado

Este artí­culo es una adaptación para deverdaddigital de una crónica del rescate ya publicada. Sirva de reconocimiento y homenaje a Oscar Pérez.

Acabo de llegar de Islamabad, de regreso del Nanga Parbat. Llevo unos días durmiendo en la mejor cama del mundo, la mía, algo que sólo se valora cuando uno lleva durmiendo treinta años en una equeña tienda y dentro de un estrecho saco de pluma. Cuando viajamos resulta sorprendente con que velocidad desaparecen los problemas que consideramos graves y acuciantes, incluidos la crisis económica y la desastrosa gestión del gobierno. Viajar con la cabeza abierta te permite obtener una visión diferente de los problemas y una perspectiva no sólo más lejana, en la distancia y en la mente, sino más fría y real. Viajar, no trasladarte, es decir enriquecerte con lo diferente y con una mirada curiosa, te pone los pies en la tierra, y si lo haces a países como Pakistán vienes además transformado porque te enseña que el mundo, a pesar de lo que damos por establecido, es algo mucho más grande, complejo y diferente, de lo que vemos todos los días por la tele.Eso esperaba encontrar este verano cuando partía al Karakorum de vacaciones con mi familia. Pero no fue así. No lo fue porque a veces nuestra vida no sólo se compone de sucesos previsibles y serenos, sino también de otros absolutamente desconcertantes e imprevisibles. Y este verano lo sería en los dos lados de la balanza. Por un lado me vería envuelto en un rescate frustrado que me hizo vivir algunos de los días más duros que he tenido que tomar en mi vida. Pero, al finalizar, también tuve la enorme satisfacción de haber dirigido una expedición de vuelo libre en la que se ha logrado dos nuevos records de altitud en paramotor. Ha sido una expedición de la que las que echaba de menos. Ahora, de regreso al duro país en el que vivimos, a nuestra dura y querida España, puedo decir que comparto el sentimiento expresado por el admirable Julián Marías, cuando dijo (más o menos porque escribo de memoria de un texto leído hace tiempo): "A medida que viajo constato que me siento menos cosmopolita y más irremediablemente español. Cuando llego a casa de viaje me gusta todo lo que me ofrece mi país, la comida, la gente el paisaje, todo… hasta que abro la primera página del periódico". Pues eso, aguantaré unos días hasta empezar a leerlos, y mientras tanto seguiré con el alma colgada de las montañas y con el recuerdo de las selectas almas de buenos compañeros con los que he compartido estas experiencias en el filo de la vida. Era comienzos de agosto y acababa de llegar a Skardú cuando recibí una llamada del club Peña Guara pidiéndome ayuda para coordinar el rescate de Óscar Pérez que había sufrido un accidente en el Latok II (7108 mts). Tengo vivo el recuerdo de otras situaciones similares: he participado en siete rescates en situaciones extremas, de los cuales he sacado una estadística demoledora: cuatro de las personas lograron sobrevivir gracias a nuestra operación pero otros se quedaron para siempre en el Himalaya. Se que en esos días apenas se duerme, la mente vaga silenciosa por recuerdos y situaciones que, vistos después, son extraños, se añora el calor, la compañía de los seres queridos y sin embargo, a pesar de la incertidumbre, tienes plena conciencia de estar viviendo un momento excepcional. Sabes que te estas jugando la vida de una persona, que depende tus esfuerzos, de tu inteligencia y de la suerte. Esos momentos de solidaridad forjan el valor más importante y necesario en la vida y en la montaña. Sólo pude decir que si. Y me puse en marcha. El accidente se produjo a unos 6400 metros bajando de la cumbre. Realizando un flanqueo por unas placas de nieve en malas condiciones, Óscar se cayó al vacío y arrastró a su compañero Álvaro Novellón. Fue una caída que luego se recuerda como si hubiese ocurrido con lentitud, envuelta en la clara certeza de saber que ha llegado tu final. Pero no fue así. La cuerda mordió la nieve y detuvo a los dos alpinistas. Óscar había volado cincuenta metros y cada vez que Álvaro se movía para tratar de asegurarse, la cuerda se desplazaba y amenazaba desprenderse. En cualquier momento esperaban el tirón definitivo al abismo. Por fin Álvaro logró colocar un clavo muy precario en el hielo; aunque posiblemente no hubiera aguantado otro tirón, le permitió llegar a una zona de roca y por fin asegurarse en condiciones. Luego cortó parte de la cuerda y al no poder recuperar a su compañero rapeló hasta donde se encontraba Óscar, que se había quedado colgando en un extraplomo, y comprobó que se había fracturado una pierna y una mano. No tenían más posibilidad que Álvaro fuera a pedir ayuda. El único teléfono satélite estaba en el campo base, no tenían material suficiente para plantearse otra retirada, y una persona sola no tenía opción de cargar o desplazar a Óscar por la pared. Era la única opción. Allí comenzaría una carrera contra el reloj por salvar la vida de su compañero. Analizando lo ocurrido con cierta perspectiva, resulta increíble que Álvaro sacase fuerzas para acometer el descenso de la parte más difícil de la pared, un corredor de nieve y hielo de 1.200 metros de desnivel, sin apenas material y tras una semana escalando en un terreno muy difícil, asumiendo situaciones de mucho riesgo, con una hidratación y una alimentación insuficiente y viviendo una situación de estrés al límite. Monté el cuartel general en la terraza del motel Concordia, y más en concreto debajo de un sauce llorón que domina el valle del Indo. Justo ese punto es el único que hay cobertura de móvil y se tiene al mismo tiempo conexión directa con el teléfono satélite. Debajo de ese árbol me pasaría buena parte de los siguientes once días. Lo primero que hice fue hablar con Álvaro en el campo base. Le pregunté por todas las cuestiones importantes. La situación no podía pintar peor, pero traté de transmitirle ánimos y optimismo. Le íbamos a necesitar y podía imaginarme en qué situación se encontraba. Hablé con nuestro embajador en Islamabad para pedirle ayuda con las duras negociaciones que teníamos por delante con las autoridades pakistanas. Ese mismo día, nos pusimos a la tarea para lograr que volaran un par de helicópteros Lama con un viejo amigo Ramón Portilla y un militar del Grupo Militar de Alta Montaña, Álvaro Corrochano, quien se quedaría en el campo base para acompañar a Álvaro mientras Ramón haría un primer reconocimiento de la montaña. Ramón me trajo una primera impresión del rescate que no podía ser más negativa. “Si los pilotos no han querido aterrizar hoy en un lugar que nosotros consideramos fácil, nos podemos olvidar de que nos dejen en el collado a unos 5.800 metros y mucho menos aún que se acerquen a la repisa, que debe rondar los 6.400 metros; y aquí, como bien sabes, no se regala nada. No hay gente aclimatada y con el nivel técnico para que suba por la ruta que han abierto esos chicos. Nuestra situación es una putada, porque no tenemos posibilidades pero a pesar de todo debemos intentarlo”. Transmití nuestras impresiones al club Peña Guara. En ese momento llegaron al motel Concordia tres alpinistas norteamericanos: Fabrizio, Chris y Dave, que bajaban del K2 y les abordé directamente. Fabrizio me contó que había escalado la temible pared del Rupal y que tenía una gran experiencia de rescates de montaña en USA. Con su oferta de colaboración renació la esperanza. Parecía que podíamos tener una mínima oportunidad en la carrera contra el reloj que habíamos iniciado y en la que cada minuto que pasaba jugaba en nuestra contra. Todo pasaba por la actitud de los pilotos de la base de Skardú. Sabía que más temprano que tarde, siguiendo la lógica del Karakorum, la tormenta se abatiría sobre las montañas y el rescate debería, simplemente, cancelarse. Las tormentas a 6.500 metros de altitud y con el otoño en las puertas, no tienen ni punto de comparación con las peores tormentas de los Alpes. Nuestro plan, aunque con retrasos y problemas, parecía que se ponía en marcha. Fabrizio logró llegar al campo base y hacer con Álvaro un reconocimiento exhaustivo de la montaña. Habían pasado casi siete días desde que había ocurrido el accidente. Médicos amigos consultados en Zaragoza me dieron su opinión: a Oscar, en el que caso de que siguiera vivo, apenas le quedaba tiempo. La clave era la falta de hidratación, pues con dos cartuchos de gas que tenía apenas tendría suficiente energía para derretir nieve y proporcionarle agua unos pocos días. Era una situación angustiosa, pero justo por eso había que actuar con mayor frialdad y decisión. Al día siguiente aparecieron en Skardú, gracias a los helicópteros, Fabrizio y Álvaro. Por fin podía ver a aquel joven alpinista con el que llevaba dos días hablando. Le abracé como si nos conociésemos de toda la vida. Le arropamos para que se sintiese entre amigos y luego discutimos, delante de mapas y fotografías, las maniobras que empezaríamos a poner en marcha al día siguiente. Mientras hablábamos, le observaba mirarse la punta de sus dedos congelados, pero en realidad tenía la vista perdida en otro lugar. Seguramente en el instante cuando dejó su compañero Óscar Pérez. En realidad su figura y su rostro delataban el calvario por el que estaba transitado justo desde la tarde del accidente. Al día siguiente llegaron cinco magníficos alpinistas españoles de refuerzo: Jordi Corominas, Dani Ascaso, Simón Elías, Jonatan Larrañaga y Jordi Tosas. Aunque no contaban con la aclimatación necesaria para subir del tirón a 6.500 metros, podrían ayudar en todas las tareas hasta el collado sur. Fuera por las gestiones al más alto nivel, porque la maquinaria pakistana comenzaba a funcionar, por la suerte, que muchas veces cuenta, o por la conjunción de todas ellas, lo cierto es que el jueves 13, a pesar del número, todo salió a la perfección. Llegó el equipo español al aeropuerto de Islamabad, y de allí se trasladó a una base militar donde un MI-17 los llevó a Skardú. De inmediato, les expliqué la situación: los helicópteros habían descartado una operación de salvamento desde el aire y por tanto debíamos recurrir a un rescate clásico, es decir, contando únicamente con nuestras propias fuerzas. Álvaro y Fabrizio habían diseñado los pormenores de la escalada por el sur. Ése era el plan, el único que teníamos y no había opción a especulaciones. No teníamos tiempo para nada más. Traté de transmitirles los mismos ánimos que el día anterior me habían contagiado Noelia y Silvia, la hermana y la novia de Óscar. Momentos así, tan críticos y demoledores, tienen la virtud de hacernos descubrir a personas admirables. Esas dos mujeres, a las que sólo conozco por teléfono, vivieron un drama personal con una dignidad y una entereza que muy pocas personas poseen. Si ellas irradiaban empuje y fuerza, nosotros no podíamos menos que estar a su altura. Era nuestro último cartucho. El día 15 las dos cordadas que estaban en cabeza fijaron 1.700 metros de cuerda en la empinada pared de hielo que separa el glaciar del collado. Pero esa misma tarde me transmitieron una mala previsión del tiempo: una borrasca se acercaba más rápido y con mayor intensidad de lo esperado. En Huesca y Skardú, sin siquiera comentarlo, sabíamos que ese sería el fin de todos los esfuerzos. En el campo base los americanos también eran pesimistas, pues calculaban que serían necesarios al menos tres días más de buen tiempo desde el collado, (aunque cinco días parecía un cálculo más realista), para llegar a la repisa. En realidad, todos los que estábamos en la operación éramos conscientes de que las mayores dificultades de la pared comenzaban justo a partir de ese punto, como el propio Álvaro nos había confirmado. La vuelta no nos atrevíamos a predecirla por la complejidad de la operación. En cualquier caso, si entraba el mal tiempo nos situaríamos en no menos de 18 ó 20 días para encontrar a Óscar. Y nadie, ni siquiera con mucho optimismo, imaginaba que pudiera resistir esa cantidad de días, multifracturado, en estado de agotamiento, sin medicinas, ni agua ni comida. El 16 por la mañana, el último que se trabajó en la pared, Tosas y Álvaro dieron una lección de valentía. Después de un esfuerzo extenuante, en el que ya apenas le quedaba a Álvaro un gramo de grasa en el cuerpo y Jordi estaba sin aclimatar, es decir, tirando ambos de la cabeza más que de los músculos, lograron fijar 700 metros más de cuerda que nos dejaban al pie del comienzo de las mayores dificultades de la ruta. Su último esfuerzo no sirvió de nada, pues ese mismo día, según descendían al campo base, entró el temible mal tiempo del Karakorum. Esa noche los termómetros en Skardú descendieron quince grados. No había ninguna posibilidad de llegar a Óscar antes de otros cinco días. Fue un mazazo, pero la realidad se imponía a nuestros deseos. No hubo ninguna opción y entonces desde Huesca se nos pidieron unas horas para comunicárselo antes a la familia. De común acuerdo emitimos un comunicado dando cuenta de la suspensión del rescate. Habíamos llegado a esa conclusión de forma natural y después de habernos dejado la piel en el intento. Ha sido una de las decisiones más duras y dolorosas que he tenido que tomar en mi vida. De todas formas me prometí hablar cara a cara con Noelia y Silvia, sostener su mirada y contarles que hicimos todo lo posible, que no se podía hacer nada más, que hicimos todo lo que debíamos. Asó lo hice hace unos días. Quizás un verano no muy lejano vayamos juntos a caminar por esas montañas donde se quedó Óscar… Aquel temible periodo de mal tiempo puso punto final a la temporada del Karakorum. El helicóptero ya no pudo siquiera ir a sacar a las personas que estaban en el campo base y tuvieron que regresar caminando primero hasta Askole y luego, por falta de gasolina en la zona, incluso los últimos diez kilómetros hasta Skardú. Luego decidí que ya era hora de volver a las montañas. Necesitaba encontrar respuestas a preguntas dolorosas. No es la primera vez que he vivido situaciones así, pero nunca te acostumbras a la cercanía de la muerte. Necesitaba caminar solo por la montaña y recordar por qué hace tantos años decidí elegir este tipo de vida. Habíamos perdido pero creo que dimos un ejemplo de solidaridad en una carrera contra el reloj (contra la montaña, contra las dificultades burocráticas, contra un sin fin de problemas que nos aplastaron) que terminamos perdiendo. Esa es la dura realidad: nos dejamos la piel en el intento pero perdimos. Personalmente era consciente de las pocas posibilidades que teníamos, pero cuando un montañero te pide ayuda no tienes otra opción que ir e intentarlo. Sin embargo estos avatares unen a los montañeros con sentimientos que muy pocas personas pueden llegar a entender; son aquellos que surgen en momentos en los que se comparte y se pone en juego la vida.

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