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Cosas que se me ocurren

Esta vez me gustaría hablar de sexo. Se exhibe actualmente una elícula, “Revolutionary road”, para mí fácilmente olvidable; la lastimera mirada sobre los problemas neuróticos de una feliz ama de casa USA de los 50 (una época en la que, no olvidemos el dato, los Estados Unidos acaparaban cerca del 50% del consumo mundial) no me ha interesado excesivamente. Pero lo que me resulta verdaderamente irritante es el desperdicio narrativo de su director, Sam Mendes, que incluye un par de escenas de sexo explícito; una de ellas sobre la encimera de una cocina (ojo, no caer en el lamentable ridículo de intentarlo si se mide menos de 1’85), y la otra, más inverosímil aún, en uno de los asientos delanteros de un coche mediano, ella con falda de tubo, y él sin ni siquiera bajarse los pantalones; y además, que el polvo empieza y finaliza en apenas 30 segundos. En lo tocante a las escenas de sexo en el cine soy de la misma opinión que David Mamet que, no sin humor, asegura que las detesta y las rehuye porque ante una de ellas -dice- el espectador sólo tiene dos alternativas: pensar “oh, dios, esos dos intérpretes están fingiendo sexo porque les pagan por ello”; o bien: “oh, dios, esos dos intérpretes están haciendo auténtico sexo porque les pagan por ello”; en cualquiera de los dos casos, durante ese tiempo, el espectador, más pendiente de las anatomías que de cualquier otra cosa, ha desconectado no solo del contenido dramático de la escena, sino incluso de la historia misma que se le está contando. En ese sentido, me resulta mucho más coherente el sexo de las películas pornográficas, pura acción casi gimnástica, desprovista de drama, de relaciones y de personajes. Por lo menos no mienten. Lo reconozco, a mí, me sigue maravillando el que miles de personas, a pesar de la tremenda oferta de televisión gratuita (que por cierto, nunca es gratuita, pero ésa es otra cuestión), sientan el impulso de desplazarse hasta una sala de cine, pagar una entrada, y gastar dos horas de su vida en asistir a una narración. ¿Qué esperan encontrar? ¿Qué necesitan encontrar? Cuando leemos un libro, o vemos una película en un cine, realizamos un acto voluntario, en la búsqueda de algo que necesitamos: asistir a unos hechos, aparentemente reales, que corroboren o contradigan el mapa ético, moral y emocional que otro tipo de aprendizajes o experiencias han formado ya en nuestro cerebro. No importa que en una encuesta a pie de taquilla, puedan oírse respuestas del tipo de: “Sólo deseo pasar el rato”, “Lo único que quiero es olvidarme de mis problemas” o “Sólo busco divertirme”; la realidad es que buscamos escuchar/ver historias que nos ayuden a encontrar pautas de comportamiento. Dice el neurólogo Alberto Portera: “El cerebro es un órgano ávido de experiencias y de conocimiento. Lo que te hace, es el constante esfuerzo por intercambiar ideas; de pronto, te sorprendes de que tu cerebro haga cosas que tú no habías previsto; y te sorprendes cautivándote repentinamente por algo. Es porque tu cerebro está, continuamente, integrando series de datos, procesándolos, elaborando respuestas; desde la más elementales, como es retirar una mano cuando te pinchas, hasta no retirarla porque percibes en ella la mano de un niño.” Y Konrad Lorenz considera como uno de los rasgos determinantes de la especie humana, la “neotenia”, la infantilización del adulto, que hace que mantengamos, casi toda nuestra vida, una polémica activa e investigadora con el medio que nos rodea; somos algo así como un “ente inacabado.” De acuerdo, aprendemos porque, genéticamente, estamos ávidos de conocimientos. Pero, al mismo tiempo, también parecemos estar ávidos de transmitirlos. Y ésta sí que me parece una potencia o imperativo genético mucho más difícil de calibrar. Desde que comenzamos a controlar la habilidad del lenguaje, sentimos la necesidad de comunicar nuestros sentimientos y nuestras experiencias. El niño que llega del colegio y corre junto a su madre, la mujer que se encuentra con una amiga en la calle, el hombre que busca la cercanía de un colega, se enfrentan a su interlocutor con el consabido “¿Sabes lo que me ha pasado?” “Te voy a contar lo que he visto…” Y esto, ¿por qué? Según yo lo veo, la transmisión de experiencias, la necesidad de generar emociones en los demás, representan la base de ése impulso tan inequívocamente humano que llamamos arte, actividad artística. Pero ¿en qué ámbito se mueve un artista? Dice Picasso: “El arte es la mentira que nos permite comprender la verdad.” De alguna manera, los que nos dedicamos a la narración debemos ser conscientes de esa responsabilidad: la de que, fundamentalmente, aportamos emociones y sensaciones a nuestro interlocutor. El placer de narrar y sentirte escuchado. La capacidad para provocar emociones en tus semejantes. Un privilegio; pero también un compromiso. Y termino con una cita / homenaje al recientemente malogrado John Updike: “Leemos ficción para descubrir que otros también tienen vidas secretas; y así nos sentimos menos solos”

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