Ayer se celebró la gran fiesta del día del Orgullo Gay. A parte de las polémicas de crónica de barrio en torno a los permisos y autorizaciones de la fiesta para transcurrir, como cada año, por las calles del barrio de Chueca de Madrid, el centro de las reivindicaciones ha sido la discriminación en las escuelas. Promover el respeto y la libertad de opción sexual en el ámbito educativo: «Escuela sin armarios», ha sido la consigna. Pero valorando las conquistas que el movimiento ha conseguido, que son muchas, debemos valorar si éstas cuestionan de fondo los nódulos desde los que se articula la represión sexual, la represión de los cuerpos, que es, en definitiva, la razón por la que luchan las organizaciones de gays, lesbianas, bisexuales o transexuales.
Una de las conquistas más notablemente celebrada, y ese a las resistencias coleantes del PP, ha sido la del matrimonio homosexual. Ésta ha convertido a España a uno de los países más avanzados en términos legislativos en este sentido. Ni si quiera en países vecinos como Portugal o Italia existe ahora el amparo y reconocimiento legal que se ha alcanzado en España. Tomando esto como punto de partida, los colectivos han dado un paso más defendiendo los derechos de los transexuales, especialmente en lo que se refiere a la atención sanitaria. Redoblando igualmente la denuncia de la represión que se vive todavía en algunos ámbitos de la sociedad. Pero la realidad es que el Gobierno vino a legalizar lo que ya existía, y lo que hoy en día encuentra formas mucho más complicadas de relaciones que la equiparación del modelo monogámico judeo-cristiano. Más o menos como ocurre con las mujeres. En la realidad de la gente, cientos de mujeres han conquistado a contracorriente un papel mucho más avanzado que lo que en términos de ley se puede encontrar para la constitución de ejecutivos ministeriales, concurso electoral o legislación para las empresas. La realidad va muy por delante del Estado. Sería ridículo sostener un modelo de sociedad sobre la base de una serie de prejuicios heredados y transmitidos por misoginia, machismo, homofobia… Todos estos elementos no corresponden más que a un mismo objetivo, el control del cuerpo. A parte de muchos otros factores culturales y gnoseológicos, el papel del Estado, principalmente en los países de capitalismo desarrollado europeo, ha sido, bajo el amparo de los Estados del Bienestar, el de aumentar cada vez más el control sobre los ciudadanos, de todos y cada uno. Por lo tanto no puede entenderse el papel histórico de la opresión sexual y de género sin la necesidad de controlar aquello que contiene lo que para el capitalismo es más valioso que ninguna otra cosa, “la plusvalía”: Todo un entramado ideológico, cultural y político que se articula en torno a unos cánones estructurales, morales, estéticos, sexuales… No es que no puedan aceptarse un hombre amando a otro hombre, es que si existe “libre” debe ser bajo control del Estado. Esta misma concepción es la que se esconde detrás de otros “debates” que se presentan progresistas y que tienen como objetivo legislar para decidir en nombre de la gente: el aborto, la eutanasia. Son éstas conquistas, por lo tanto, de las que hay que felicitarse y en las que hay que avanzar, pero siendo conscientes que no son más que cambios “razonablemente aceptables en determinadas condiciones”. Hoy ya es posible lo que era inimaginable, un presidente negro. Lo que sí era imaginable es que sigue representando los mismos intereses de dominio que su antecesor, aunque en versión “progre”.