A comienzos del año 2000, la Asamblea General de la ONU «dominada por los países del Tercer Mundo y en la que las grandes potencias imperialistas no poseen derecho de veto» fijó para 2015 unos ambiciosos objetivos de reducción de la pobreza y sus consecuencias (mortalidad infantil, analfabetismo, enfermedades, falta de acceso al agua potable…)
Cuando faltan dos años para llegar a la fecha prevista, el balance de los Objetivos del Milenio muestra cómo 700 millones de personas han salido de la pobreza extrema desde 1990; la mortalidad infantil ha caído en un 41%; más de 2.000 millones de personas han logrado acceder a fuentes mejoradas de agua potable; el porcentaje de personas con nutrición insuficiente crónica ha bajado a casi la mitad o la cantidad de niños sin escolarizar ha descendido de 102 a 57 millones. «Los países sometidos a la tiranía de Washington o Berlín vemos cómo el bienestar se desvanece»
Aunque, como reconoce el mismo informe, existen todavía muchas áreas en las que hay que acelerar los avances y tomar medidas más audaces, alcanzar los Objetivos del Milenio en 2015 es posible si los países los siguen manteniendo como una prioridad de su acción, lo que permitirá crear una base estable para futuras acciones de desarrollo.
Desde que se establecieron los Objetivos del Milenio, sin embargo, una terrible paradoja ha hecho acto de presencia. Mientras la pobreza, las desigualdades o la mortalidad se reducen a marchas forzadas en el conjunto del planeta gracias al avance de los países emergentes del Tercer Mundo, en otra parte del mundo, en los países más dependientes afectados de lleno por la crisis de EEUU y sus políticas de saqueo, aumentan de forma implacable las desigualdades y la pobreza.
Una y otra situación son la cara y la cruz de una misma moneda: la dominación de las grandes potencias imperialistas. Entre los países emergentes y en desarrollo, gracias a su lucha, este dominio se erosiona de forma continuada. Y en todas partes, desde Asia a Iberoamérica pasando por África, surgen gobiernos dispuestos a librarse, en todo o en parte, del saqueo exterior y así poder disponer de sus propias riquezas nacionales para impulsar su desarrollo económico. Crecimiento que no hace más que arrebatar pedazos de la “tarta” de la riqueza mundial a las viejas potencias imperialistas.
Y en esta disminución del acceso a la riqueza mundial –sumado al estallido de la crisis de 2008– está la razón de que las grandes potencias hayan reaccionado abalanzándose agresivamente contra los países bajo su órbita de dominio, buscando en su saqueo recuperar por este lado lo que pierden por el otro.
Mientras unos, los países emergentes y en vías de desarrollo, hacen uso del ejercicio de su soberanía nacional para aplicar unas políticas redistributivas de la riqueza que son las que están en la base de la reducción de la pobreza y la mejora del nivel de vida de sus poblaciones, otros, los países sometidos a la tiranía de las oligarquías financieras más poderosas –sean de Washington o de Berlín–, vemos cómo los niveles de progreso y bienestar alcanzados con esfuerzo durante décadas se desvanecen para dejar paso a unos niveles de empobrecimiento que creíamos erradicados para siempre. Acabar con esa dependencia es la clave de todo.