Transformar la oleada revolucionaria del 68 en una rebelión nihilista o en una reforma cosmética es un acto de desmemoria que no nace de la ingenuidad sino del interés
Siempre que se recuerdan los sucesos del mayo parisino, se concentra toda nuestra atención sobre una sola figura: Daniel Cohn-Bendit. Entonces, en 1968, bajo el sobrenombre de Danny el Rojo, enarbolaba el anarquismo más radicalizado. Ahora está cómodamente instalado en la nueva nomenklatura del Parlamento Europeo. Se puede cambiar, pero no tanto.
Los grandes centros de poder mundiales no permanecieron impasibles ante una explosión revolucionaria que en pleno corazón de Europa amenazaba con sobrepasar los límites impuestos por su dominio tras la IIª Guerra Mundial.
La rebelión parisina no se pareció al asamblearismo espontáneo y naif que nos han vendido. Estaban muy organizados, y la dirección la ejercían, en muchas ocasiones, nuevas organizaciones revolucionarias como la Unión de Juventudes Comunistas marxistas leninistas o el Partido Comunista Marxista-Leninista de Francia.
No les guiaba un estallido nihilista y antiautoritario sin norte definido. Fueran escritas por comunistas o anarquistas. Las proclamas del Movimiento 22 de marzo, centro rector de la revuelta, exigían reivindicaciones concretas capaces de incidir políticamente, como “el rechazo más directo y eficaz de una Universidad clasista” o “una confluencia con los trabajadores en lucha”.
No se redujo a las universidades; abarcó el mayor movimiento de lucha obrera en Europa desde la IIª Guerra Mundial. La mitad de la población trabajadora francesa, ocho millones, secundó los millares de huelgas proclamadas y los trabajadores ocuparon centenares de grandes fábricas.
Era evidente que aquel movimiento, donde ya confluían las luchas estudiantiles con la movilización de la clase obrera, que se ganaba la simpatía de amplios sectores sociales y que empezaba a gritar consignas como “un gobierno del pueblo”, debía ser reconducido.
El primer ministro francés, George Pompidou, anunció un incremento del 35% del salario mínimo y un 12% de subida media del sueldo para todos los trabajadores. Algo a lo que se había negado insistentemente. Y se utilizó toda la influencia y capacidad de presión sobre las élites de los sindicatos oficiales para desmovilizar la marea de luchas obreras.
Bajo las formas más izquierdistas, se dirige todas las iras del movimiento estudiantil contra el gobierno presidido por De Gaulle.
Era sin duda un gobierno conservador. Pero el viejo general había encabezado una parte de la resistencia antinazi desde Londres -la principal la dirigieron los comunistas desde Francia-, mientras el grueso de la burguesía gala buscaba el cobijo de Hitler, apoyando al infame régimen de Vichy. Terminó con la ocupación colonial de Argelia, enfrentándose a los círculos más reaccionarios del ejército galo. Y, sobre todo, defendía una línea independiente en política exterior, aspirando a que Francia tuviera una voz propia, no sometida a EEUU ni a una URSS en plena expansión. De Gaulle sacó a Francia de la estructura militar de la OTAN e impulsó una unidad europea autónoma tanto de Washington como de Moscú, blindada ante cualquier intento germano por controlarla.
Era, por muy de derechas que fuera, una línea que chocaba frontalmente con los intereses de los grandes centros de poder mundiales.
Pues bien, el único resultado político tangible y perdurable del mayo parisino fue precisamente la caída del gobierno de De Gaulle y la decapitación del único proyecto político que entre las burguesías europeas buscaba una auténtica autonomía frente a EEUU.
Lo que no se pudo reconducir
Bajo el expeditivo método de volver la realidad del revés -es decir, mentir- se intenta vender una lectura del Mayo del 68 convertida en una especie de “elixir de la eterna juventud del capitalismo”.
Nos dicen que muchas de las exigencias de entonces, desde la liberalización de las costumbres al fin de los usos más autoritarios, se han cumplido. Sería la prueba de que el capitalismo tendría la suficiente flexibilidad para asumir incluso las reivindicaciones de los sectores más radicales. No habría por tanto que luchar por acabar por él, sino por aprovechar sus enormes posibilidades de reforma.
Es el mundo al revés. Los obreros y estudiantes parisinos luchaban contra un desarrollo capitalista que, incluso en uno de sus mayores periodos de expansión, en el periodo posterior a la IIª Guerra Mundial, era incapaz de satisfacer, como sigue sucediendo ahora, las demandas más sentidas de la mayoría.
Pero en 1968 el mundo no se redujo a París. Hubo muchas más, y más decisivas, oleadas revolucionarias. En Vietnam el imperio norteamericano probaba el amargo sabor de una derrota que lo situará a la defensiva frente al avance de la lucha de los pueblos. En China la Revolución Cultural permitía al marxismo dar un nuevo salto adelante, dando una rotunda respuesta a la degeneración soviética.
Estas, la lucha de los pueblos por su independencia y el avance de la revolución, son las corrientes de fondo que estallaron en 1968. Convirtieron ese año en un hito revolucionario que todavía hoy se recuerda y de ninguna manera han podido ser reconducidas por los grandes centros de poder mundiales.
Joan Arnau