En 1986 sucedió algo políticamente significativo. Ese año parecía que se resquebrajaba (por primera vez desde la Transición) el bipartidismo. Adolfo Suárez había obtenido 19 diputados y casi dos millones de votos (el 9,22% del escrutinio), y como recuerda ahora con distancia un antiguo dirigente del CDS, había un riesgo cierto de ‘morir de éxito’.
Pone como ejemplo que la avalancha de antiguos afiliados y simpatizantes de ese engendro que se llamaba Coalición Popular o de la antigua UCD era tan brutal que el propio Eduardo Zaplana estuvo ronroneando para entrar en el partido del expresidente del Gobierno. No lo consiguió. Ni él ni su suegro, el exsenador casi vitalicio Miguel Barceló.
Los dirigentes locales del CDS vetaron su ingreso, justo lo contrario de lo que hicieron los líderes de otras localidades españolas con otros renegados. Esos dirigentes hicieron suya una bizarra y vieja expresión: ‘ancha es Castilla’, con el objetivo de poner puente de plata a cualquier advenedizo y arribista.
El resultado, como no podía ser de otra manera, fue el nacimiento de un partido de aluvión y hasta de retales ideológicos sin musculatura intelectual alguna, y que acabó devorado por muchos de sus propios militantes, quienes únicamente buscaban una oportunidad para medrar tras el último batacazo electoral de Manuel Fraga (poco más de cinco millones de votos). A las primeras de cambio, y cuando olieron que había que arrimarse a otra lumbre, abandonaron la nave.
El conde de RomanonesMuchos de ellos tenían ya el ‘colmillo retorcido’ y procedían de otras formaciones, por lo que las conspiraciones de salón, un viejo hábito de la política española -llevada hasta lo sublime por los dirigentes democristianos-, formaban parte del paisaje. Al fin y al cabo, en el imaginario político español parece estar grabada a fuego una máxima que solía utilizar el Conde de Romanones: “En España”, sostenía el aristócrata con su cinismo habitual, “para triunfar en política basta con ser alto, ser abogado y tener buena voz”. Zapatero es, probablemente, el último exponente de esa filosofía.
Albert Rivera es alto, licenciado en Derecho, habla bien y es, además, convincente. Probablemente porque nadie le conoce un cadáver en sus armarios. En su favor también juega que, al contrario que en el caso de Zapatero, sabe lo que es estar en la oposición y tragarse años de ostracismo político asaeteado por el nacionalismo catalán. Rivera, por ello, no es comparable al expresidente del Gobierno, quien ganó las primeras elecciones generales a las que se presentó como candidato, lo cual marcaría hasta herir de muerte su Gobierno. Zapatero puede presumir -aunque cueste creerlo- que es de los pocos políticos en Europa desde 1945 que nunca perdió unas elecciones.
Ocurre, sin embargo, que cuando un político gana las elecciones sin esperarlo, como si se trata de un regalo caído del cielo, suele pensar que las revoluciones hay que hacerlas ‘desde arriba’. Al fin y al cabo, los políticos suelen rodearse de aduladores y son estos quienes tienden a decir al líder que gracias a él y a su pericia las transformaciones sociales y políticas son posibles. Es decir, una especie de ‘revolución por arriba’ que sólo pueden alcanzar los elegidos.
Antonio Maura o el propio Manuel Azaña son también algunos ejemplos de esa concepción de la política que se basa en una especie de despotismo ilustrado. El líder marca el camino y es a él a quien hay que seguir. Rosa Díez, la presidenta de UPyD, se ha movido siempre en la misma dirección, y eso explica que su partido esté hoy al borde la explosión interna pese a contar con el respaldo de la mayoría de los máximos dirigentes de la formación magenta. Incluso el propio Pablo Iglesias ha cedido a esos cantos de sirena y hoy Podemos se ha construido a la imagen y semejanza de su líder, pero con un componente más asambleario que hace que al menos por el momento, otra cosa será cuando los resultados electorales sean adversos, pueda sostenerse sobre una base más amplia.
No es el caso de Rivera, que no sólo es la imagen de Ciudadanos, sino que es, prácticamente, su único activo. Y ahí radica el problema. Existe un riesgo cierto de que Ciudadanos acabe creando su propia burbuja electoral, lo cual sería como ‘morir de éxito’, que recordaba el dirigente del CDS. Quiere decir esto que parece más razonable que el crecimiento del partido de Albert Rivera sea más sensato y sosegado aunque ello suponga poner límites a la incorporación de nuevos afiliados. Incluso, aunque ello suponga renunciar a presentar candidatos en muchas circunscripciones.
Pensar que una clase política se improvisa en apenas una año no es sólo un disparate, sino un auténtico suicidio a medio y largo plazo, aunque a corto pueda parecer la mejor idea. Esa estrategia sería lo mismo que apuntalar el viejo bipartidismo, cuya capacidad de resistencia es mucho mayor de lo que se presume gracias al control de los resortes del poder.
La ideología y sólo la ideología y no el interés particular es la argamasa que une y estructura a los partidos eliminando las malas hierbas. Sobre todo cuando están llamados a ser partidos-bisagra o están condenados a formar parte de nuevas mayorías parlamentarias. De lo contrario, se convierten en simples maquinarias electorales que defienden sus propios intereses.
Esa es, probablemente, la lección que la democracia española ha olvidado en demasiadas ocasiones. Cuando lo que une es simplemente el poder o el interés en lograrlo, pasa lo que pasa. Y lo que sucedió con el CDS, o lo que puede ocurrir con UPyD es el mejor ejemplo. Las avalanchas, aunque sean políticas, suelen acabar en catástrofe. Una cosa es denunciar las calamidades del sistema institucional y otra más compleja es construir un nuevo discurso político homogéneo y coherente capaz de sobrevivir al menos una generación.