Las movilizaciones ya no son tan multitudinarias como las primeras, allá por noviembre, cuando los chalecos amarillos sacaron a casi 300.000 manifestantes a las calles de toda Francia. Pero el movimiento popular más enérgico desde mayo del 68 dista mucho de haber apagado sus rescoldos, después de siete semanas de intensas protestas. Tras unas navidades en las que los portavoces de la Presidencia de Francia declararon extinguida la ira ciudadana, el primer sábado de enero salieron a las avenidas 50.000 chalecos amarillos. Fue sobre todo en el centro de París, pero también en Lyon, Grenoble, Ruan, Nantes, Marsella, Caen o Burdeos.
Los que se manifiestan ahora son el sector más irreductible, los que no aceptan las concesiones del Gobierno. Macron, tras intentar ignorar inicialmente a los chalecos amarillos, trató después de criminalizarlos e identificarlos con “títeres de la extrema derecha”, pero finalmente tuvo que recular, ante la intensidad de los disturbios y un apoyo popular que representaba al 70% de los franceses. Macron tuvo que retirar el impuesto a los carburantes (motivo original de la protesta) y decretar una subida de 100 euros del salario mínimo, así como mejoras para las pensiones más bajas, comprometiéndose también a mejorar la representación en el diálogo social, que incluiría a los sindicatos y a nuevas organizaciones sociales.
Pero “las migajas no sirven para quien quiere la baguette entera”, dijo una representante de los chalecos. En las primeras semanas de movilizaciones, se hizo viral una “Carta de los Chalecos Amarillos” que recogía el sentir mayoritario de un movimiento que, por su propia naturaleza semiespontánea, trasversal y descentralizada, carece de un consenso ideológico o político. Esa tabla de reivindicaciones viene a exigir, en términos generales, que los recursos de un país tan rico como Francia se destinen a las clases populares, en vez de a las élites oligárquicas de la banca, los monopolios o la política. Más concretamente, este movimiento exige: el fin de los recortes en los servicios públicos; la protección de la pequeña empresa; políticas fiscales progresivas; y la elevación de salarios y pensiones. Incluso se atreven a exigir, en el plano internacional, la salida de Francia de la OTAN y de la UE “para recuperar la soberanía” y la prohibición de que el ejército francés intervenga en guerras de agresión en el África francófona.
A Macron le interesa la radicalización de los sectores más extremistas de los chalecos. Junto a las protestas de una gran mayoría de ciudadanos, existen grupos de guerrilla urbana, de extrema derecha o de extrema izquierda, responsables del incendio de coches, escaparates rotos y comercios saqueados. Junto a las movilizaciones mayoritarias, algunos grupúsculos de alborotadores han protagonizado declaraciones antisemitas, incendios en sedes gubernamentales o emboscadas a la policía. Eso era justo lo que el Primer Ministro, Édouard Philippe, estaba esperando para anunciar medidas contra los manifestantes violentos y, de paso, contra el derecho de manifestación y de huelga de todos los franceses. Los cambios legislativos que impulsará el Gobierno incluyen la creación de un fichero de personas peligrosas, fuertes sanciones para quienes asistan a manifestaciones no autorizadas y la persecución judicial de los que acudan a ellas encapuchados, independientemente de si cometen o no delitos con la máscara puesta.
El Gobierno ha encendido aún más los ánimos al detener en París a Éric Drouet, un camionero de 33 años que se ha convertido en una de las figuras más reconocidas de los chalecos amarillos. Su arresto, considerado como arbitrario por los chalecos y por gran parte de la oposición, ha avivado las ascuas de la ira.
A pesar de la deriva violenta, los chalecos amarillos siguen gozando de la simpatía de, al menos, el 55% de la sociedad francesa (según la última encuesta del periódico Le Figaro) y han recibido el respaldo de dos partidos opuestos entre sí: la izquierda combativa del movimiento Francia Insumisa, de Jean-Luc Melénchon, y la extrema derecha de Reagrupamiento Nacional, partido heredero del Frente Nacional de Marine Le Pen.
Se acercan las elecciones europeas, que en Francia se vislumbran como un auténtico plebiscito para Macron. En mayo de 2017, el Presidente fue elegido en la segunda vuelta con el 66,1% de los votos, que se concentraron en contra de Le Pen (en una decisión, sobre todo para los progresistas, entre “lo malo y lo peor”). Pero su popularidad cayó en picado en 2018: al final del año contaba solo con el apoyo del 23% de la sociedad francesa. Ante esta perspectiva, Macron intenta potenciar a los sectores más “ultras” de los chalecos, para presentarse a sí mismo como el garante del orden y la moderación (y no como el defensor de los intereses oligárquicos y monopolistas), robándole votantes por el centro a sus rivales de la derecha.
Quizás lo consiga, pero la rebelión de los chalecos amarillos no es más que el síntoma de un vasto malestar, fruto de los continuos ataques de la resabiada burguesía monopolista gala contra sus clases populares. Nada de lo que haga Macron va a poder remediar ese profundo antagonismo, más bien todo lo contrario.