Cortina Rasgada

«Carne de perro»: Cuando el cine muerde

Enfrentarse a «Carne de perro» exige un esfuerzo por parte del espectador. Pero, afortunadamente, no todas las pelí­culas deben ser productos de «consumo rápido».

Es una película incómoda, nada convencional. Tanto en su contenido como en sus formas.

Las historias sobre las dictaduras suelen ser narradas desde el punto de vista de las víctimas, de sus sufrimientos, lucha y esperanzas.

Pero “Carne de perro” se centra de forma obsesiva –el personaje aparece en todos los planos del filme- en Alejandro, un ex torturador asalariado del fascismo pinochetista.

No nos muestra la brutalidad de su lúgubre pasado. Esa es una sombra, negrísima, que se cierne sobre toda la historia, pero nunca de forma explícita.

Más bien nos presenta a un hombre asfixiado, roto, e incapaz de relacionarse.

Su condición de esbirro, educado para torturar y asesinar sin inmutarse, le ha embrutecido, le ha forjado una identidad torturada, preparada para convertirse en un aplicado “funcionario de la represión”, pero incapaz de asumir el rechazo, la pérdida o el abandono.

Hay quien puede cuestionarse si este no será un “retrato amable” de un ex torturador, que al presentarlo como víctima y no como verdugo distorsiona la realidad.

Nada que ver con la realidad. Alejandro nos provoca repulsión incluso cuando contemplamos los más escandalosos sufrimientos de su degradación personal.

Hay algo en ese hombre –magistralmente interpretado por Alejandro Goic, precisamente una víctima de la dictadura-, su mirada torcida, su presencia escabrosa, que nos habla, sin decirlo, de su infame condición de asalariado del crimen organizado.

“Carne de perro” más bien se plantea dar respuesta a una pregunta que es ocultada tras muchas de las “transiciones modélicas”. ¿Dónde están los que hace sólo unos años torturaban y ultrajaban pavoneándose como esbirros del poder? ¿Qué ha sido de ellos? ¿Por qué no han pagado sus culpas?

Fernando Guzzoni radiografía a uno de esos esbirros de baja estofa, en un relato visceral, silencioso, tortuoso, que nos presenta a una piltrafa incapaz de asumir quien fue y quien sigue siendo.

No es algo nuevo. Cuando era un personaje temido ya era una piltrafa, pero disfrutaba del amparo del poder, esa era la única razón de su importancia. Abandonado por sus “jefes”, se encuentra reducido a la condición de enano que siempre ostentó, soportando además el odio y rechazo incluso de su círculo más cercano.

Fernando Guzzoni acierta al recordarnos que estos esbirros “no surgieron de la nada”. Formaban parte de un plan de exterminio de toda disidencia. Cometieron sus crímenes por encargo. No son “asesinos en serie” desquiciados. Son algo mucho peor. Funcionarios de la muerte y de la tortura.

Pero que fueron escupidos, como material desechable, cuando el poder ya no necesito de su trabajo sucio.

Ellos, los esbirros de penúltima categoría, acabaron convertidos en piltrafas. Pero sus jefes, los que ordenaron las matanzas y los contrataron para ejecutarlas, siguen siendo “personajes importantes”, ricos banqueros, respetados políticos, distinguidos embajadores extranjeros.

Fernando Guzzoni, director de «Carne de perro»

David R. Sánchez para HoyCinema

Es espeluznante saber que puedes cruzarte por la calle con los que fueron torturadores de la dictadura, ¿en Chile, qué hacen esas personas hoy?

Bueno, efectivamente puedes cruzarte con esas personas en la calle, cualquiera puede cruzarse con su torturador. Hay muchos casos en los cuales ha ocurrido eso, sin ir más lejos, Alejandro Goic, el protagonista de la película, quien fue torturado, se encontró con uno de sus torturadores en la fila de un banco hace algunos años. Así muchos casos. (…)

La película explora el terreno psicológico de estos individuos, ¿cree que son personas que necesitan justificar sus acciones del pasado o los hay que viven tranquilamente con ellas?

Yo creo que debe haber muchos de ellos que viven aparentemente tranquilos, que al menos públicamente no deben sentir arrepentimiento o conciencia por lo que hicieron. Ahora yo pongo todo esto en el terreno de la ficción, porque desconozco como será la interna de muchos de ellos. A mí lo que me parece perturbador e interesante a su vez es cómo ellos pueden convivir con eso sin renunciar a los afectos o a la posibilidad de una vida normal o intentado llevar una vida normal. Eso es muy violento, indescifrable, pero es mi exégesis, porque tal vez sea una carga demasiado pesada. De todas formas, son identidades construidas al servicio de un stablishment, que los necesitó para vigilar y castigar sistemáticamente como una práctica del Estado, es decir, no nacieron de forma espontánea, son parte de una construcción institucional, eso es aún más fuerte, no son psycokillers que operaron desde el anonimato, al contrario, tenían presupuesto y sueldo. Es decir, hay otros que son más peligrosos y responsables, que fueron los jefes y líderes políticos de la época (casi todos vivos) que fueron los sostenedores de todo este tinglado y que viven tranquilos, en posiciones de poder y sin ningún grado de arrepentimiento y eso es inaudito, pero insoportablemente chileno.

El actor protagonista fue víctima de torturas en la dictadura, ¿cómo manejaron esa situación?

Era un elemento que a mi juicio le daba un grado de mayor complejidad y tridimensionalidad a la construcción del personaje. Era una paradoja muy grande desde la propuesta, pero había en Alejandro mucha generosidad y sensibilidad de interpretar a su ex verdugo. Él se sintió muy identificado con una cita de Pessoa que decía: «Todos tenemos dentro una víctima y un verdugo» y fue una especie de axioma para construir el personaje. Con respecto al rodaje fue complejo, pero más que por la carga del pasado, lo era porque fue muy exigente en términos actorales, por lo que le ocurría al personaje y porque aparecía en todos los planos de la película, lo que sin duda es muy extenuante.

Hay un episodio con un perro que es definitivo, el personaje no duda a la hora de castigar físicamente, ¿es una herencia de su entrenamiento en la dictadura o él es así?

Esa escena opera como una suerte de analogía con la tortura del pasado y también revela la vulnerabilidad del personaje entre la violencia y la culpa, en su pulsión por dañar como método y luego intentar torpemente repararlo.

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