Opinión

Carlos Fuentes, el espejo y los claroscuros

El pasado martes, 15 de mayo, fallecí­a en México DF, a los 83 años de edad, Carlos Fuentes, uno de los escritores decisivos en lengua española de la segunda mitad del siglo XX, un intelectual comprometido incesantemente con la defensa de la libertad y un amigo intenso y apasionado de la España democrática.

Había nacido en 1928, en el México prerrevolucionario. Debido a los distintos cargos que su padre desempeñó en el servicio diplomático mexicano, pasó parte de su infancia y juventud en países como Estados Unidos o Chile. Aunque siempre tuvo sus raíces en México, Carlos Fuentes fue un hombre esencialmente cosmopolita, con una vasta formación intelectual, una curiosidad insaciable y la capacidad de abarcar con su mirada una perspectiva global sobre las cosas. «Carlos Fuentes fue una de las piquetas decisivas que permitieron la aparición de la brecha del «boom» hispanoamericano»

Carlos Fuentes puso los cimientos de su poderosa obra literaria con dos libros tempranos, dos novelas que forman parte esencial del canon literario hispanoamericano del siglo XX: «La región más transparente» (1958) y «La muerte de Artemio Cruz» (1962). Ixco Cienfuegos, el incierto protagonista de la primera, encarna la conciencia censurada pero no borrada, la mitad ignorada de México: el pasado precolombino enterrado pero vivo. Fuentes utiliza esa conciencia como espejo para desvelar la ciudad y el México moderno, ignorante de toda su complejidad. La literatura ya es aquí, en esta obra inaugural, crítica del mundo e indagación del lenguaje, espejo y máscara. «La muerte de Artemio Cruz» es otra vía de indagación del México moderno: la historia del revolucionario que se corrompe (y, a través de ella, la historia de la revolución traicionada). Si Ixco es la realidad negada, oculta, enterrada pero viva, Artemio Cruz es la realidad visible, transparente, ostensible, pero que encierra y oculta su auténtica verdad: su traición. Uno y otro componen un retablo excepcional dibujado por quien, a través de ellos, se revela ya como un verdadero maestro, con vastísimos recursos narrativos y, a la vez, un trabajo riguroso y preciso con el lenguaje. En todo ello estaba, cómo no, la presencia cercana de la narrativa de William Faulkner, la más cercana aún de Juan Rulfo y, en el fondo, la gran sombra cervantina. Como ha comentado muchas veces, Carlos Fuentes heredó de su maestro Faulkner el hábito de leer todos los años el Quijote.

Con estas dos novelas, Carlos Fuentes pasó a integrarse, junto a Gabriel García Márquez y Mario Vargas Llosa, en la locomotora del «boom» narrativo hispanoamericano que, en los años sesenta y setenta colocaría la literatura en lengua española no sólo en el «escaparate» de la literatura mundial, sino también en su vanguardia. Algo que no había ocurrido desde la «generación del 27».

El «boom» hispanoamericano no sólo aportó grandes novelas, de una enorme creatividad formal y una intensidad narrativa arrolladora («Cien años de soledad», «La ciudad y los perros», «Rayuela»…), sino que fue el estímulo esencial para que salieran a la luz y alcanzaran dimensión mundial otros autores y obras hispanoamericanos, hasta entonces desconocidos, y que hoy son genios universales de la literatura: Borges, Carpentier, Rulfo, Lezama, Onetti… El «boom» abrió la brecha. y por ella irrumpió todo un planeta literario oculto, poblado, hasta los topes, de maravillas ignoradas. Con su obra literaria y ensayística, con su trabajo permanente de hormiga gigante, Carlos Fuentes fue una de las piquetas decisivas que permitieron, que facilitaron, que estimularon la aparición de esa brecha.

Pero con ser trascendente esta dimensión, no agota en absoluto la figura de Carlos Fuentes, que fue, además, un intelectual crítico y solidario permanentemente comprometido con la libertad: en México, en Hispanoamérica, en España, en Europa o en Estados Unidos. Durante más de sesenta años, Carlos Fuentes nunca dejó de aportar su granito de arena intelectual ante los conflictos esenciales de nuestra época. Y siempre con el mismo sesgo, con una enorme coherencia política y social, siempre en defensa de la libertad, oponiéndose a toda forma de imperialismo, a todas las caras de la injuscia, a los rostros múltiples de la opresión. Su proximidad, su cariño y su simpatía por la España democrática, que emergió a mediados de los setenta de las tinieblas de la dictadura, fueron siempre una realidad ostensible, que mantuvo inalterable hasta el final de sus días.

Carlos Fuentes fue además un verdadero constructor de puentes entre ambas orillas del Atlántico, entre Europa y América, entre España e Hispanoamérica. Aunque siempre juzgó y condenó con severidad la vertiente destructiva de la conquista, Fuentes valoraba ante todo el inmenso legado común construido durante quinientos años de vida y cultura conflictivamente compartidos y la riqueza del mestizaje. En un extraordinario ensayo publicado en 1992 (el año de la conmemoración del quinto centenario del «descubrimiento» de América), titulado «El espejo enterrado», Fuentes nos ha legado su más íntima y profunda reflexión sobre la identidad y el conflicto, la continuidad y la ruptura, el pasado y el futuro de esa realidad compartida y fecunda que es el mundo hispano. Ahí, tanto como en sus novelas y cuentos, sus artículos e intervenciones públicas, sus ensayos y sus memorias, descubrimos la verdadera talla y dimensión de un escritor que devolvió la literatura en lengua española al escenario del mundo.

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