La pintura le vio nacer, pero la fotografía le ha llevado al Premio Nacional de este año. O quizás ambas. Jose Manuel Ballester expone desde Madrid a Tokio, pasando por Rio de Janeiro o Pekín. Un artista que observa al hombre través de la luz y la materia en sus construcciones, sirviéndose de lo que la tecnología le proporciona.
¿Por qué asaste del mundo de la pintura al de la fotografía? Es una evolución de vaivén, porque he pasado de uno al otro y al revés. Lo último que estoy haciendo es un salto al mundo de la pintura, «pintando» con el ordenador. La serie de «Espacios Ocultos» en la que hago toda una serie de intervenciones sobre pinturas de los grandes maestros en nuestro repertorio clásico, y estoy utilizando habilidades propia de la pintura. De alguna manera siempre he estado en la lucha de unir esos dos territorios tan separados habitualmente. ¿Por qué hablas de las fotografías como «capsulas congeladas de tiempo»? Se trata de aferrarse a un momento determinado e intentar conservarlo, no renunciar a él. Bueno, en realidad hablamos de enfrentarse a la muerte, porque estamos muriendo constantemente; desaparecen células permanentemente, que se renuevan, como ocurre en el plano psicológico y emocional. Para mi es una obsesión. Es como «El árbol del membrillo»; la obsesión de capturar el instante en el que se pudre el membrillo… la esencia del instante. Con todo el respeto, hay algo incoherente en esa película. Si tú quieres capturar ese instante, ¿por qué recurrir solo a las técnicas pictóricas y no a la fotografía?, ¿por qué Antonio López utiliza la fotografía como medio y no como fin?, ¿por qué no dar ese salto?. El arte es un medio de comunicación y las técnicas son instrumentos para ese objetivo. Cuando él habla en una de las jornadas de trabajo de que decide cambiar el sistema de encaje, de medición tradicional, decide que todo eso le sobra… hay una oposición a utilizar esa unión entre dos lenguajes que se han considerado incompatibles, la fotografía y el pincel. ¿Por qué no sumar fuerzas para llegar más lejos?. Bueno, es una decisión personal. ¿Cómo concibes la arquitectura en tus fotografías, al ser humano a través de sus rastros, de su reflejo? Si entendemos la vida como una obra de teatro, la arquitectura es el decorado, el escenario imprescindible para que la obra se contextualice y para que surja la historia. Ahí se manifiestan nuestras virtudes y nuestros defectos como sociedad. Luego cada cultura tiene su perfil y va decidiendo la forma de vida de sus habitantes. Es como el reflejo de la cueva de Platón: la realidad es tan potente que tienes que vislumbrarla a través de su reflejo. Me resulta más interesante reflexionar a través de los espacios en los que no hay acción, sino que es el decorado el que habla por sí mismo. ¿Y ese interés por Brasil y China? He hecho nueve viajes a China. El primero fue antes de las Olimpiadas. China ha sido el gran laboratorio en el que se exponen esos decorados y todas sus transformaciones sociales, económicas y urbanas de forma brutal. En Brasil es de forma diferente pero en definitiva es un país emergente en el que se están produciendo muchas transformaciones. Allí la presencia de la naturaleza es mucho más fuerte, con un vigor que yo no había sentido hasta ahora. Aunque son proyectos muy diferentes, de alguna forma, han sido dos ocasiones para tratar aspectos que en Europa no he sido capaz de encontrar. Son países que empiezan a tener una voz en el mundo, y con problemas muy diferentes pero de una escala muy superior a la nuestra. Los cambios son bruscos y se pueden ver en ese escenario urbano. En Brasil hice un recorrido por la arquitectura a partir de 1928, con la casa modernista Warchavchik, que fue la primera arquitectura modernista. Después vendría Lina Bo Bardi y Flávio de Carvalho, hasta llegar a Meyer, que ha sido el eje de la exposición. Hay cantidad de arquitectos que llevaron a Brasil lo que se estaba haciendo en otros sitios cogiendo un carácter muy particular. Se hizo un guión diseñado por Juan Manuel Bonet que hizo un viaje literario, mientras yo hice el visual. Salió una exposición que ha estado en la pinacoteca de Sao Paolo, y ahora estamos con Rio de Janeiro y Brasilia. Tres ciudades muy diferentes que dan una visión muy completa del potencial que tiene Brasil como país. Estoy intentando retratar las grandes transformaciones que se están dando para las olimpiadas, como las de uso industrial que van a pasar a ser de ocio… Pero Brasil es mucho más cercano, Iberoamérica. La capacidad de transformación china es más desconocida, ¿no? China es interminable. No solo es el escenario actual con los arquitectos más importantes, sino una cultura tan compleja y milenaria. Otro proyecto que he puesto en marcha es una selección poética de la dinastía Tang, de Wang Wei, de Wu Fu…, de una serie de poetas que te acercan a la relación entre la poesía, la pintura y el paisaje. De hecho la poesía era un filtro para aprobar los exámenes a funcionario en aquella época, entre el siglo VII y X. La relación con el paisaje es muy fuerte y lo que estoy haciendo es fotografiar los paisajes que se supone que vieron esos poetas, que les inspiraron y que todavía se pueden fotografiar. Los títulos de las obras son los propios poemas. La mirada no solo es urbana sino hacia atrás en un sentido poético. Pero también la poesía es muy fuerte en Brasil en su relación con el paisaje y la forma de ver la vida; cómo la naturaleza determina y se hace presente en estos escenarios. En Sao Paolo se ve claramente, porque aunque en la exposición la arquitectura es la protagonista, lo que iba apareciendo puntualmente y rítmicamente era esa naturaleza tan poderosa que tiene. Te sientes muy cercano al paraíso. ¿A qué se debe el protagonismo de los «espacios vacíos» y la luz en ellos en tu obra? La luz es la gran protagonista de las artes visuales, la forma de modelarla. Decía Le Corbusier que la arquitectura es la forma de modelar la luz. Y la luz tiene que ver con algo transcendental que siempre me ha interesado. Los espacios vacíos ponen de manifiesto la ausencia de tiempo, que solo existe si hay acción, si hay cambio… si no el tiempo desaparece. Por eso hacen visible la luz, llevan tu atención sobre esa energía que da la vida. No soy un artista narrativo sino simbólico. Me interesan también los interiores, esos espacios más puros en los que el arquitecto desaparece, y hay pie para algo más trascendente. Es llevar al espectador a una soledad que puede ser atractiva o desoladora…. esa frontera de ambigüedad. ¿Entonces, «el arte nace cuando hay un espectador»? Claro, si se queda en el estudio no hay acto de comunicación, no cobra vida ni sentido. Las obras transmiten cosas que de forma insospechada el artista no tenía previsto, y es porque en el acto de comunicación el control del artista se pierde, depende de la posición desde la que se mire la obra. Eso es grandioso y permite que podamos ver obras del pasado con ojos distintos y una relación con el mundo diferente. Eso hace que de una obra nazcan nuevas interpretaciones. De ahí nace «espacios ocultos»: traer a los clásicos a nuestro mundo con aspectos que los espectadores de hace cuatrocientos años no pudieron ver, igual que ellos vieron otros que nosotros no podemos apreciar.