El Observatorio

Bacon en el Prado

Desde el 3 de febrero y hasta el próximo 19 de abril, el Museo del Prado acoge la que va a ser, sin duda, una de las grandes manifestaciones artí­sticas del panorama europeo en 2009: una exposición con 156 obras fundamentales de todas las épocas (abarcan desde 1933 a 1984) y de todos los orí­genes (museos y colecciones particulares de todo el mundo) que conmemoran el centenario del nacimiento de Francis Bacon. La exposición de Madrid, que es una prolongación de la realizada meses atrás en la Tate Britain de Londres y que luego se verá en el MOMA de Nuevo York, es una oportunidad de oro para enfrentarse, cara a cara, con la obra del artista que mejor ha expresado la desazón del hombre moderno y la tragedia del presente.

Mucho se ha dicho ya del "idilio" de Bacon con Esaña (donde falleció en 1992), con la pintura de Velázquez y de Goya (a quienes invocaba como sus maestros esenciales) y con ese "escenario de sus sueños" que era el Museo del Prado, al que acudía cada vez con más frecuencia y más entusiasmo, fascinado por esa curiosa mezcla de realismo "sin majestad", sobriedad trágica y desafío e irrespetuosidad formal que transmite la pintura española. Por eso, como todo eso está ya muy dicho, quizá sea el momento de intentar siquiera una tímida y cautelosa aproximación a la obra de Bacon, una obra que encierra también no sólo importantes desafíos formales, sino retos de hondo calado y formulaciones pictóricas de muy difícil, por no decir imposible, traducción verbal. La pintura de Bacon es una pintura que nace no de la razón y la lógica, sino de la totalidad de las potencias expresivas del hombre, incluida la poderosa y desafiante fuerza del inconsciente, e, incluso, desde la más profunda "animalidad" humana. Y ello plantea, hay que reconocerlo, severos límites a la posibilidad de "comprender" y "explicar" una pintura que, mucho mejor que razonarla, hay que verla. A Bacon hay que ir a verlo. Hay que tener el valor de ir a verlo. Y verlo sin anteojeras y sin prejuicios. Como una verdadera experiencia, no sólo estética o espiritual, sino plenamente humana.Contemplar la pintura de Bacon es una experiencia de una intensidad que podríamos decir brutal. Brutal por su impacto pictórico pero también brutal por su contemporaneidad. Bacon nos interpela como sus rigurosos contemporáneos. No hay un margen histórico entre él y nosotros: su tragedia es la nuestra. Esos cuerpos humanos magullados, retorcidos, deformes, torturados, violentados, agredidos, amputados, son nuestro propio cuerpo. Puede que estemos ya tan abotargados que no nos demos cuenta de ello (o que no queramos saberlo), pero esos cuerpos son nuestros cuerpos, esos hombres somos nosotros mismos. De eso, no podemos escapar. Por eso he dicho antes que para ver a Bacon hay que armarse de valor. Por otro lado, conviene tener en cuenta que lo que la pintura de Bacon representa no es una catástrofe exterior, sino la tragedia íntima que sucede a aquélla, un desgarramiento interior, un cataclismo en el interior del hombre, que logra captar de una forma a la vez asombrosa y terrible. Por otro lado, ese "sentimiento trágico de la vida" -por utilizar la expresión de Unamuno- que Bacon alcanza a plasmar no es ni atemporal, ni ahistórico ni expresivo de todas las realidades y de cualquiera de las culturas: se trata más bien de un estado específico del hombre europeo u occidental de la edad moderna. Bacon no interpela al vacío o a la eternidad. nos interpela directamente a nosotros. Y lo hace con una mezcla impactante de energía explosiva y desesperación rayana en la histeria. Por eso la visión de su pintura es perturbadora: hiere la sensibilidad, provoca el intelecto, desafía a la razón y penetra hasta las capas más profundas del inconsciente. No se la pierdan.

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