SELECCIÓN DE PRENSA NACIONAL

Aznar, el tóxico

Sea cual sea el lugar que los historiadores reserven a José María Aznar como gobernante no cabe duda alguna de su histriónico desempeño como expresidente. Ya como jefe de la oposición, y desde luego en el ejercicio del poder, Aznar fue el político que más dividió y enfrentó a los españoles. Lo siguió haciendo tras abandonar La Moncloa, escupiendo frases y adoptando modales que si no fueran patéticos resultarían ridículos. Su extemporánea aparición en un canal de televisión el martes pasado para criticar al actual Ejecutivo, cuestionar la capacidad política del presidente Rajoy y situarse a sí mismo como epítome de un inveterado caudillismo que este país no necesita, fue todo un desafío al sentido común. La teatral declaración que sugiere su eventual regreso a la política activa —“cumpliré con mi responsabilidad, mi conciencia, mi partido y mi país”— hubiera merecido rubricarse con alguna apelación a Dios y a la historia, en la estela del integrismo ideológico que le caracteriza. Aunque ya dijo Montaigne que, por muy alto que sea el trono, nadie puede sentarse más alto que su culo.

Aznar fue capaz de dejar el poder cuando la economía crecía, se creaba empleo y se cumplían los criterios para integrarse en la moneda única europea. Pero una parte considerable de aquel auge se debió a una burbuja inmobiliaria cuyo estallido seguimos pagando desde hace cinco años en desempleo y destrucción de riqueza. Aquella euforia no fue consecuencia de una política que transformara el modelo productivo de nuestro país, sino el objetivo de un Gobierno decidido a recoger a corto plazo los beneficios políticos de la falsa sensación de riqueza que la burbuja que él mismo hinchaba produjo.

En política exterior su viraje atlantista sin matices, debilitando nuestras sólidas alianzas con Europa y América Latina, le permitió poner los pies sobre la mesa de George W. Bush, que le llamaba cariñosamente Ansar. A cambio, eso sí, de embarcar a nuestro país en la siniestra aventura bélica de Irak. Para justificar sus actos no le importó propagar la mentira de las armas de destrucción masiva, lo mismo que falseó más tarde la autoría de la matanza del 11-M, la peor tragedia provocada por el terrorismo en España, sin otro objetivo que buscar un rédito electoral, imposible de sustanciar una vez que se demostró su desprecio por la verdad.

Currículo tan oscuro no le impide pronunciarse como si fuera el propietario de una derecha cuyas peores características creíamos desaparecidas. Resulta inútil especular sobre los motivos últimos que le llevaron a la actuación del martes, impulsada a ojos vista por la insidia y el rencor. Pero sus apelaciones a la clase media y a la necesidad de bajar impuestos no podrán ocultar los verdaderos motivos de su irritada preocupación: la evidencia de que su mandato coincidió con la instalación de la mayor red de corrupción política de nuestro pasado reciente, articulada en torno a dirigentes del PP. Hablamos de la trama Gürtel, cuyo capo se hizo cargo de una sustancial parte de los gastos de la boda de su hija en 2002, según se acaba de conocer. Ha argumentado que se trataba del regalo de un amigo. Cada cual elige los suyos, pero este se trata de un episodio cuando menos indecente.

Al parecer Aznar no se siente defendido por los actuales líderes del PP y, como ya es habitual en él, en vez de pedir perdón por sus errores amenaza a quienes los desvelan. Así lo demuestran sus ataques a la empresa editora de este periódico, que ha publicado informaciones que le sitúan en el origen del sistema irregular de caja que durante años operaron los extesoreros del partido Álvaro Lapuerta y Luis Bárcenas.

Aznar tiene una idea profundamente extraviada de lo que supone la dignidad requerida a quien ejerció la jefatura del Gobierno. Retirado, según él, de la política, atacó con saña a Zapatero fuera y dentro de España, y ahora arrecia contra los suyos y especialmente contra Rajoy, en momentos en que su partido, del que aún es presidente de honor, y el Gobierno que sustenta más hubieran precisado de su solidaridad o, cuando menos, de su silencio. Todo un récord de deslealtades que obliga a medir bien las amenazas de una oferta tan tóxica como la que representa.

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