SELECCIÓN DE PRENSA NACIONAL

Asesinato en el Comité Federal

Manuel Vázquez Montalbán escribió en 1981 uno de los mejores títulos de su serie negra. ‘Asesinato en el Comité Central‘ se llamaba la novela. El secretario general del Partido Comunista de España, Fernando Garrido, muere durante un breve apagón en la sala donde se reúne el sanedrín del partido. Una puñalada en el pecho. El detective Pepe Carvalho deberá encontrar al autor del crimen y averiguar sus motivos. Las mejores novelas de Vázquez Montalbán no fueron, en mi opinión, las detectivescas. Destacaría como obras superiores ‘El pianista’ y ‘Galíndez’. La serie Carvalho fue, sin embargo, muy popular. La pasión de MVM por la poesía y el periodismo daba unos títulos excelentes –’El delantero centro fue asesinado al atardecer’, por ejemplo– a unos relatos de intriga que eran pura crónica política. Con el asesinato en el Comité Central, Vázquez Montalbán intuyó la inminente muerte política del Partido Comunista de España, la principal fuerza de oposición al franquismo y legendario baluarte clandestino durante 38 años. En 1981, el PCE ya estaba en crisis. Y su primo hermano –al que tutelaba sin poder controlar del todo–, el Partit Socialista Unificat de Catalunya, también se hallaba en fuerte tensión interna, pese a haber conseguido un mayor anclaje electoral. Crisis de identidad, crisis generacional y crisis estratégica. Crisis de identidad. La Unión Soviética se caía a pedazos, y los viejos militantes comunistas sufrían. Algunos estaban dispuestos a aceptar un mayor distanciamiento de Moscú, pero otros muchos ya no soportaban el inmenso alud de críticas a la URSS, imparable después de la invasión de Afganistán. (El intento soviético de frenar a los talibanes, entonces financiados por Estados Unidos). En los años setenta, el Partido Comunista se había transformado en el frente antifranquista de las grandes ciudades, en el que confluía gente muy diversa, parte de la cual no había leído jamás un libro de Lenin. Los militantes más férreos querían reafirmar su identidad. Los más moderados, los más ‘pequeñoburgueses’ y los mejor informados sobre el curso del mundo después de la entrada en escena de Karol Wojtyla y Ronald Reagan, no querían llevar gorro ruso y creían que la etiqueta ‘eurocomunista’ era una alfombra voladora que los alejaba de la nevada estepa. Poco antes de la muerte del dictador, el economista Ramón Tamames llegó a proponer a Santiago Carrillo que el PCE tomase el nombre de Partido Laborista. (Así lo relata Tamames en sus memorias, de reciente publicación). El eurocomunismo intentaba ser un socialismo con acentuación marxista, mientras que todos los partidos socialistas europeos renunciaban a Marx en busca del electorado de centro. El célebre poema de Calderón de la Barca aplicado al reparto de los espacios transitivos: «…otro sabio iba cogiendo las hierbas que él arrojó». Crisis generacional. Los comunistas jóvenes atribuían el flojo resultado en las primeras elecciones de 1977 a la fuerte presencia en las listas provinciales de los veteranos dirigentes venidos del exilio. El PCE no había hibernado como el PSOE, y su vieja guardia regresaba de París, de Praga, de Bucarest y de Moscú, sin plan de pensiones. Querían tener su papel. Creían merecerlo. El electorado más propenso a la izquierda les respetaba, pero no ardía en deseos de votar a la generación de la Guerra Civil. El PSUC, con toda su dirección clandestina en el interior, obtuvo un mejor registro electoral, rozando el 20%. El PSOE era más viejo que el PCE, pero parecía recién fundado por Felipe González y Alfonso Guerra. Los socialistas eran verbosos. De palabra eran mucho más radicales que los comunistas. Y conectaban mejor con la España que no había vivido la guerra. Crisis estratégica. La moderación del PCE-PSUC fue clave en la transición. Los comunistas ayudaron a legitimar la monarquía; limaron sus gestos y su lenguaje para no provocar a los militares, y fueron actores principales de los pactos de la Moncloa, aceptando una sustantiva rebaja del poder adquisitivo de los salarios, ante el riesgo de suspensión de pagos de España en otoño de 1977. Por decirlo con una palabra que ahora regresa, se comportaron como patriotas. Los obreros del ‘partido’ eran tildados de traidores en las asambleas de fábrica, los viejos militantes querían defender a la URSS y los dirigentes más jóvenes empezaban a acariciar la idea de matar al padre. Jubilar a Carrillo y a sus camaradas del exilio. Mientras Adolfo Suárez se veía obligado a dimitir, empujado por la derecha realmente existente, el PCE pactista se convertía en una jaula de grillos. La novela de Vázquez Montalbán, miembro destacado del PSUC, describía metafóricamente ese momento, sin señalar al verdadero autor del crimen. El asesinato en el Comité Central lo cometió Felipe González. En 1982 dejó literalmente planchado al PCE. Prensado y reducido a la marginalidad, con sólo cuatro diputados. González retuvo hasta el último minuto la bandera del neutralismo ante la OTAN –a sabiendas de que esa era una promesa que no podía cumplir–, para dejar a los comunistas sin oxígeno. No quería que existiese nada significativo a su izquierda. Esa fue una de sus constantes estratégicas y ello explica su actual inquietud ante el auge de Podemos en las encuestas. Treinta años después, regresa el ‘Asesinato en el Comité Central‘, con nuevos e insospechados protagonistas. Unos jóvenes lejanamente emparentados con lo que quedó en pie del Partido Comunista se han establecido por su cuenta, creen que pueden y se disponen a triturar a Izquierda Unida y perforar al PSOE. Hay miedo en la casa socialista. Hay miedo y maniobras temerarias. En vísperas de un endiablado ciclo electoral, pretenden liquidar al nuevo secretario general, del que no se fían. González y Rodríguez Zapatero, saturnales, más el grupo dirigente andaluz han comenzado a urdir un asesinato en el Comité Federal. Refulgen los puñales, y al joven secretario general Sánchez se le ha puesto cara de espanto cinco minutos antes de que se apague la luz.

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