Con cerca de un 60% de los votos populares y más de 30 puntos de ventaja sobre su inmediato perseguidor, la victoria electora de Rafael Correa y su frente político Alianza País en Ecuador ha sido aplastante.
Correa gana en la primera vuelta, consigue una amplia mayoría absoluta en la Asamblea Nacional y deja a una distancia sideral a todos sus competidores, cuyos asesores y expertos reconocían la misma noche electoral: “la verdad es que no tenemos aún una respuesta para explicar qué ha pasado”. Y sin embargo, la respuesta es bien sencilla Para quien quiera verla, claro. «El pueblo ecuatoriano ha ratificado y ampliado el mandato para seguir por el camino trazado»
Lo que ha pasado, en primer lugar, es que cuando un gobernante cumple sus compromisos electorales, obedece el mandato popular para el que ha sido elegido y desarrolla políticas que benefician a las grandes mayorías, la fidelidad del electorado puede darse por segura. Ni la manipulación mediática de las oligarquías dueñas de los medios de comunicación, ni las conspiraciones de las clases dominantes ni todas las estratagemas del imperialismo pueden romper el muro de la confianza y el apoyo popular a un gobierno fiel a sus mandatos.
Lo que ha pasado, en segundo lugar, es que el pueblo ecuatoriano ha ratificado y ampliado el mandato para seguir por el camino trazado, pero al ampliar la victoria de Alianza País aspira a avanzar en él todavía más rápida y profundamente. Y por eso le ha otorgado más poder a Correa para que en los próximos cuatro años asegure la irreversibilidad de las reformas ya emprendidas, culmine las que están a medias, e inicie las que todavía no han podido ponerse en marcha.
Y lo que ha pasado, en tercer lugar, es que Ecuador –como anteriormente Brasil, Argentina, Uruguay, Venezuela y Nicaragua, y seguramente en fechas próximas Bolivia– ha optado por mantener y profundizar una política de independencia y defensa de la soberanía nacional, de un crecimiento económico basado en la redistribución de la riqueza y de ampliación de la democracia. Lo que constituye una muy buena noticia para todos los pueblos iberoamericanos –y del resto de mundo– y una muy mala noticia para el imperio y sus lacayos.