Una de las joyas arquitectónicas menos conocidas de la ciudad de Sevilla –menos conocida por los turistas ocasionales– es el Hospital de la Santa Caridad, obra de un rico aristócrata con leyenda de libertino. Miguel Mañara, figura asociada en más de una ocasión a Don Juan Tenorio y al Burlador de Sevilla, se entregó a la vida piadosa tras la muerte de su esposa en 1661. Ingresó en la Hermandad de la Caridad y favoreció la construcción de un conjunto arquitectónico maravilloso, en el que el Renacimiento y el Barroco se dan la mano. El patio de columnas toscanas invita a la serena reflexión. La iglesia anexa resume la tremenda eficacia del programa barroco: frente al dominio luterano de la Palabra, la imbatible capacidad de la Imagen para movilizar los sentimientos.
Barroco es llamada a los sentimientos. Y Andalucía se halla estos días inmersa en un barroco tardío, mediático y agónico. Algo se está muriendo en España y no se sabe muy bien qué es lo que va a nacer. El domingo por la noche quizá sabremos algo más acerca de lo que viene.
La Palabra se la han quedado los alemanes –señores, si quieren sobrevivir en el mundo de la alta competición económica, paguen las deudas, exporten y no gasten más de lo que ingresan– y el Sur europeo parece estar en apoteosis barroca. Llamada general a los sentimientos. Ira, rabia, dolor, indignación, honda sensación de injusticia, agravio, “nosotros no vamos a ser menos”, orgullo herido, sentimientos de culpa, y, al final del día, resentimiento.
La campaña electoral andaluza concluyó anoche con muchas apelaciones a los sentimientos. Han sido quince días de continuo masaje emocional y con liviana discusión sobre las propuestas concretas. La realidad da miedo. Los periódicos apenas han ofrecido informes de una cierta profundidad sobre el estado de la región, en sus diversas facetas sectoriales. La modélica “Radiografía de Andalucía”, publicada hace tres años por ‘Diario de Sevilla’ y otros periódicos del grupo Joly, bajo coordinación del periodista Ignacio Martínez, parece hoy un trabajo de otro tiempo. Todo es ahora más rápido, más ligero, más barato y, sobretodo, más emotivo.
“Andalucía soy yo”, podría decirse que ha proclamado la presidenta regional Susana Díaz, campeona barroca, con una voz aceitada, sonora y arremangada, que quiere aproximarse a la retórica ondulante y magnética de Felipe González. Díaz grita más y matiza menos que González. Ella decidió el adelanto electoral y ella ha debido gestionarlo. Con más dificultades de las previstas por su comité.
Susana Díaz no ha podido llevar a cabo una campaña presidencial en mayúsculas, con fuerte proyección nacional española, como seguramente era su propósito. Apenas ha dejado que el secretario general del PSOE, Pedro Sánchez, pise Andalucía. Vistas las primeras encuestas, se puso el traje de faena y salió en busca del voto de los pueblos y de los barrios populares, en los que está fermentando Podemos. Ha acudido a los debates televisados con los brazos en jarra, repartiendo estopa. Susana Díaz, secretaria de organización de Andalucía: “Mi tierra no se toca”. Brío y fiereza de jefa de partido. Unos creen que ha hecho una campaña demasiado ruda. Otros consideran que esa brusquedad subraya su capacidad de liderazgo.
Menos los sentimientos, todos los partidos tienen algo que esconder. El PSOE, seriamente abollado por la enorme y tenaz instrucción de la juez Mercedes Alaya sobre los ERE fraudulentos, más la imputación que acecha a los expresidentes socialistas Manuel Cháves y José Antonio Griñán, no ha exhibido demasiado sus siglas, parapetado detrás del ‘poderío’ susanista.
El Partido Popular, asustado por su fuerte desgaste a escala española, ha escondido la ideología. El candidato Juan Manuel Moreno Bonilla, ‘sorayo’ sonriente (‘sorayos’, dícese de la red de poder e influencia que pacientemente ha ido tejiendo la vicepresidenta Soraya Sáenz de Santamaría), ha ejecutado una campaña de tonos reformistas y moderados, evitando la doctrina y las descalificaciones. No ha sido un mal candidato. El problema del PP no es el peso wélter de Moreno Bonilla, ni siquiera el fenomenal eclipse de Javier Arenas Bocanegra, la figura de referencia del centroderecha en Andalucía. El problema de los populares es el desfondamiento de la política convencional en España, como consecuencia de la crisis económica y la brutal cadena de escándalos, que no cesa.
El registro sentimental del centroderecha español se ha debilitado. El PP no aparece en estas elecciones como fuerza de cambio –sí lo era en los comicios del 2012, con Arenas al frente– y la gente tiene ganas de pasar cuentas con el Gobierno de Mariano Rajoy. Sólo les faltaba la aceleración de Ciudadanos, con bonos de gasolina del Ibex 35. Hay miedo en el PP. Temor a una debacle en Andalucía.
Los partidos nuevos también tienen algo que ocultar. Ocultan el programa. No lo acaban de definir. Podemos es emoción. El deseo de ajustar cuentas. El reclutamiento de los descontentos. Los abstencionistas que regresan al campo de batalla con una nueva bandera. Teresa Rodríguez, la candidata andaluza de Podemos, es una joven pasionaria con el expediente limpio y sin excesiva doblez bajo la retórica revolucionaria. Le falta un hervor, pero se maneja bien ante las cámaras. Representa al ala más izquierdista del partido, frente a la ondulación pragmática de Pablo Iglesias. Podemos congregó anoche unas 14.000 personas en el velódromo de Dos Hermanas, histórico feudo socialista. Ha sido el acto más masivo de toda la campaña.
Izquierda Unida esconde su miedo a la desaparición. Si le va mal en Andalucía, puede quedar en un rincón en toda España. Julio Anguita ha reaparecido para darles apoyo. Con una recomendación: que abran cuanto antes conversaciones con Podemos.