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Al Qaeda aprovecha el rí­o revuelto

Un amigo mío en Damasco me llamó esta semana; se oía bastante animado. Sabes, todos sentimos lo de Christopher Stevens. Fue algo terrible y era buen amigo de Siria; entendía a los árabes. Lo dejé pasar, aunque sabía lo que vendría después. “Pero en Siria tenemos una expresión: ‘si alimentas un escorpión, te morderá’.” El mensaje no podría haber sido más claro.

Estados Unidos apoyó a los opositores al coronel libio Muammar Kadafi, ayudó a Arabia Saudita y Qatar a enviar dinero y armas a los milicianos y ahora ha cosechado lo que sembró: sus amigos libios se han vuelto en su contra, asesinaron a su embajador Stevens y sus colaboradores en Bengasi y han lanzado un movimiento de protesta encabezado por Al Qaeda que consume al mundo musulmán.

Estados Unidos, según mi amigo, ha alimentado al escorpión de Al Qaeda y ahora éste lo ha mordido. Del mismo modo, ahora Washington apoya a la oposición siria contra el presidente Bashar Assad, ayuda a Arabia Saudita y Qatar a enviar dinero y armas a los milicianos (entre ellos los salafistas y Al Qaeda) e inevitablemente será mordido por el mismo escorpión si Assad es derrocado.

El sermón de mi amigo no está acorde con la política oficial del gobierno sirio. El argumento de Assad es que Siria no es Libia y que los sirios, con su historia, cultura, amor al arabismo y demás, no querían una revolución. Pero la furia árabe contra el obsceno video de Hollywood contra el profeta ha obligado a rescribir la historia en Occidente.

Los medios estadunidenses ya inventaron una nueva historia según la cual su país apoyó la primavera árabe y salvó la ciudad de Bengasi cuando sus pobladores estaban a punto de ser destruidos por los monstruosos esbirros de Kadafi, y ahora ha sido apuñalado por la espalda por esos árabes traicioneros en la misma ciudad rescatada.

La verdadera historia es diferente. Durante décadas, Washington impulsó dictaduras árabes y les dio armas; Saddam Hussein era uno de sus favoritos. Amábamos a Mubarak de Egipto, adorábamos a Ben Alí de Túnez, todavía tenemos un amor apasionado por los estados autocráticos del Golfo, y las gasolineras financian las revoluciones que elegimos apoyar, del mismo modo que durante al menos dos décadas le sonreímos a Hafez Aassad y, aunque por breve tiempo, a su hijo Bashar.

Así pues, salvamos a Bengasi con nuestro poderío aéreo y esperábamos que el mundo árabe nos amaría. Pasamos por alto la composición de las milicias libias que apoyamos, del mismo modo que Clinton y Hague no reparan en la conformación del actual Ejército Sirio Libre. No prestamos atención a las advertencias de Assad sobre combatientes extranjeros, como en gran medida tampoco hicimos caso de los salafistas que avanzaban entre los valientes que combatieron a Kadafi.

Remontémonos más atrás, y eso fue lo que hicimos en Afganistán luego de 1980. Apoyamos a los mujaidines contra los soviéticos sin prestar atención a su teología, y usamos a Pakistán para que les suministrara armas. Y cuando algunos de ellos se transmutaron en el talibán, alimentaron a Al Qaeda y el escorpión mordió el 11-S, gritamos terrorismo y nos preguntamos por qué los afganos nos traicionaron. La misma historia de ayer, cuando cuatro miembros de las fuerzas especiales de Estados Unidos fueron asesinados por sus ingratos pupilos de la policía afgana.

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