Hace exactamente cuatro décadas el torrente de vida del Caribe inundó los gélidos y ordenados ambientes de la Europa nórdica. En 1982 Gabriel García Márquez recibía en Estocolmo el premio Nobel de Literatura. No fue una edición más. Ni Gabo era un autor cualquiera, ni el acto de recepción del galardón fue una ceremonia como las demás, gris y protocolaria.
Se estaba reconociendo, en los salones más lujosos, una realidad imparable que ya no admitía muros de silencio. La de una literatura hispanoamericana que con Gabo, Borges, Carpentier, Neruda, Juan Rulfo… adquiría un lugar de preeminencia en la cultura universal. Pero también la de unos pueblos hispanos que con terquedad indomable reclamaban su lugar en el mundo.
No fue un camino fácil. Millones de lectores había derribado todas las puertas en 1967, acogiendo “Cien años de soledad” con una complicidad contagiosa. Pero pocos meses antes de recibir el Nobel, una prestigiosa revista norteamericana, había rechazado publicar un cuento de Gabo alegando que “el lector no aceptará su audaz y bella concepción”.
Sucedió exactamente lo contrario. Cuando más audaces eran las obras de García Márquez más atrapaban y fascinaban a millones de lectores en todo el mundo. Cuando más locales, más enclavadas en el tumultuoso torrente de la Patria Grande americana, más universales se volvían.
Álvaro Mutis confeso no poder leer “Cien años de soledad” sin sentir “cierto sordo pánico”, al comprobar cómo “toca vetas muy profundas de nuestro inconsciente colectivo americano”. Lo sorprendente es que otros, muy alejados en todos los sentidos del Caribe, tengan la misma sensación. Los chinos sienten que “Cien años de soledad” les revela rasgos poderosos de su milenaria cultura. Su traductora al húngaro confesaba que Gabo reflejaba el carácter de los habitantes de las aldeas magiares mejor que cualquier autor local. Y los estudiosos coinciden en que la literatura árabe ha cambiado bajo la influencia de García Márquez.
García Márquez construyó en Macondo un microcosmos donde nos reconocemos todas las culturas y pueblos, en el que cabe todo lo vivido y lo soñado.
Escribió “Cien años de soledad” con los pies descalzos, porque necesitaba estar conectado con la tierra. Pero también poseído por las extraordinarias historias que le contaba su abuela, que luego reconoció en algunos cuentos de Kafka, donde era posible imaginar personajes que ascendían a los cielos.
La poesía, esa energía secreta de la vida cotidiana, que cuece los garbanzos en la cocina, y contagia el amor y repite las imágenes en los espejos (García Márquez)
Lo real y lo mágico, separados y enfrentados en el pensamiento occidental, se convierten en dos aspectos inseparables que conviven en las cosas más cotidianas.
Intentando atrapar el pulso de una vida que en la América hispana se expresa con una total exuberancia en todas las vertientes -lingüística, cultural, social, política, sexual…-.
García Márquez presumía que nunca se había apartado de la realidad. Pero es que él no vivió la ordenada y aburrida vida impuesta a golpes en algunos “países desarrollados”. Sino una vida caótica, destartalada, precaria… pero mucho más viva y fascinante.
Tal y como él mismo confesó al recibir el Nobel, García Márquez trató en todas sus obras de “invocar los espíritus esquivos de la poesía”, definida como “esa energía secreta de la vida cotidiana, que cuece los garbanzos en la cocina y contagia el amor y repite las imágenes en los espejos”. Intentando “dejar en cada palabra el testimonio de mi devoción por sus virtudes de adivinación, y por su permanente victoria contra los sordos poderes de la muerte”.
Quizá ese sea el secreto que explica el éxito de las obras de García Márquez: su confianza en el indómito poder de una vida en ebullición que siempre acabará derribando todos los muros que la enclaustran y contienen.
Los pueblos tomaron los salones
El discurso de García Márquez al recibir el Nobel, bajo el nada disimulado título de “La soledad de América Latina”, se refirió a la vida en todas sus dimensiones. Habló de literatura y de poesía. Y también de “un presidente prometeico”, Salvador Allende, que “murió peleando atrincherado en su palacio”.
Presentándonos a un mundo hispano que “no ha tenido un instante de sosiego”, concebido como “una patria inmensa de hombres alucinados y mujeres históricas, cuya terquedad sin fin se confunde con la leyenda”.
Era 1982, e Iberoamérica vivía una “noche de piedra” sacudida por fascismos engendrados en Washington para encuadrar a sangre y fuego a todo un continente.
Entonces, en esas condiciones, Gabo se convirtió desde la plataforma de los Nobel en el portavoz de “los pueblos que tienen la legítima ilusión de tener una vida propia en el reparto del mundo”. Negándose a aceptar que América Latina fuera “un alfil sin albedrío”. Y reclamando que “no tienen nada de quimérico sus designios de independencia y originalidad”.
Los deseos profundos que impulsaban las palabras de Gabo ese día de 1982 no podían ser satisfechos por ningún Nobel: “¿Por qué la originalidad que se nos admite sin reservas en la literatura se nos niega con toda clase de suspicacias en nuestras tentativas tan difíciles de cambio social? (…) Como si no fuera posible otro destino que vivir a merced de los dos grandes dueños del mundo”.
Una nueva y arrasadora utopía de la vida donde las estirpes condenadas a cien años de soledad tengan por fin y para siempre una segunda oportunidad sobre la tierra (García Márquez)
Pero en ese alegato, que todavía hoy nos conmueve, no podía faltar una terca confianza. Afirmando que “frente a la opresión, el saqueo y el abandono, nuestra respuesta es la vida. Ni los diluvios ni las pestes, ni las hambrunas ni los cataclismos, ni siquiera las guerras eternas a través de los siglos y los siglos han conseguido reducir la ventaja tenaz de la vida sobre la muerte. Una ventaja que aumenta y se acelera”.
Adhiriéndose a “una nueva y arrasadora utopía de la vida, donde nadie pueda decidir por otros hasta la forma de morir (…) donde las estirpes condenadas a cien años de soledad tengan por fin y para siempre una segunda oportunidad sobre la tierra”.
Los hechos han dado la razón a esos hombres y mujeres “cuya terquedad sin fin se confunde con la leyenda”. Y han demostrado que nada puede detener el arrollador avance de la vida. Por eso es tan universal García Márquez. Porque todos sus sueños y anhelos coinciden con los que también hierven en la inmensa mayoría de los corazones de toda la humanidad