Quien conciba el cine como un entretenimiento anodino, para pasar el rato, no calentarse mucho los sesos y evadirse de los problemas, hará bien en abstenerse de ver (ahora ya sólo en DVD, no creo que la repongan en los cines) la película «Cuatro meses, tres semanas. dos días», del director rumano Cristian Mungiu, que acaparó en 2007 los premios más importantes del cine europeo (desde la Palma de Oro en Cannes a los galardones como mejor película y mejor director europeos del año) y que ahora ha sido premiada también con un Goya. El film narra un trozo de vida con tal sencillez, pureza, realismo y valor que produce un estremecimiento real en el espectador.
En 1966 –un año desués de su llegada al poder– Nicolás Ceaucescu prohibió tajantemente el uso de anticonceptivos y la realización de abortos en Rumania, con el fin de promover la natalidad, al servicio de sus delirios de grandeza imperial. La temible policía política del régimen –la siniestra “Securitate”– tenía órdenes tajantes de perseguir con especial saña y dureza a todos los que desafiaran esas dos prohibiciones. La brutal represión dio carta de naturaleza en todo el país a los abortos clandestinos en condiciones aberrantes. Se calcula que entre diez mil y 50.000 mujeres rumanas murieron como consecuencia de estas prácticas en los 23 años en que se aplicó la ley. En 1989, cuando cayó el tirano, había en Rumania más de 100.000 niños abandonados en orfanatos inmundos. Esta realidad atroz es el trasfondo –más implícito que explícito sobre el que discurre y se asienta la trama de “Cuatro meses, tres semanas, dos días”. La película narra el calvario por el que pasan dos estudiantes universitarias y amigas (Otilia y Gabita) para que una de ellas pueda abortar. Desde los problemas para reunir el dinero a las dificultades para alquilar una habitación de hotel donde llevar a cabo la delicada intervención, hasta los tratos con el desaprensivo abortista o la angustiosa carrera para deshacerse del feto, siempre bajo la sombra ominosa de un poder, que rara vez aparece directamente en escena, pero que se palpa en cada detalle. Narrada con un verismo estremecedor, una economía de medios elocuentes y sin ahorrar detalles, por crudos que puedan resultar al espectador, la película logra plenamente captar y expresar una realidad infectada por el miedo, amparada por el terror y empapada en la más absoluta abyección moral. Pero en medio de esta negritud, Cristian Mungiu logra encender una luz cegadora. Y es que, en el fondo, la película no es, en esencia, ni una reivindicación del aborto libre ni un cuadro de época de la Rumania esclavizada. Si sólo fuera eso, probablemente la película no carecería de méritos, pero no sería –como lo es– una obra extraordinaria.El “milagro” es que Mungiu convierte su película en un verdadero monumento al coraje humano: al coraje de una mujer (la magnífica actriz Anamaria Marina, “Otilia”), que por lealtad, por amistad, por solidaridad, porque no cree que pueda ni deba hacer otra cosa –en definitiva, por principios– no vacila, para ayudar a su amiga, en enfrentarse a todo y todos: ya sea a la incuria del régimen policíaco, a la perversidad de un carnicero que le exige prostituirse como precio para hacer el aborto, a la estupidez de una clase media abotargada (que ignora el infierno en el que vive), o la realidad sombría de un país sumido en las tinieblas. Otilia no vacila en poner en peligro su libertad, su integridad, su futuro y aun su vida por ayudar a Gabita, y ese espíritu, ese coraje, esa determinación –propia de una heroína trágica– elevan la película a una dimensión verdaderamente grande.