La constitución y actuación del nuevo gobierno (sus miembros, las primeras medidas aprobadas o anunciadas, los ejes de su programa, su futura estabilidad y el margen de maniobra de que dispondrá) están presididos por la disputa entre la influencia de la mayoría social progresista, y la presencia, necesidades, exigencias y límites establecidos por el hegemonismo y la oligarquía.
Antes incluso de la formación del nuevo gobierno se han evidenciado tanto sus aspectos positivos como los límites que se le imponen.
El acuerdo entre PSOE y Unidas Podemos recoge demandas de la mayoría progresista: derogación de la reforma de las pensiones de 2013, nueva subida del SMI, mayor progresividad fiscal, retirada de los aspectos más lesivos de la reforma laboral de Rajoy, aumento de la inversión en sanidad y educación…
Pero también estaban rotundamente fijados los límites. No cuestiona la relación con la OTAN, ni la entrada en vigor del 35 de la Constitución, que declara inconstitucional cualquier presupuesto que contradiga los mandatos de Bruselas. O se elimina cualquier exigencia de impedir la privatización de Bankia o recuperar el dinero público empleado en el rescate bancario.
La disputa entre estas dos fuerzas ha pasado de dirimirse en el parlamento a darse también dentro del ejecutivo presidido por Pedro Sánchez.
El nuevo gobierno nace bajo la influencia de la mayoría de izquierdas, cuya movilización ha impuesto la formación de un ejecutivo de coalición entre PSOE y Unidas Podemos, la alternativa que se quiso evitar.
Se refleja en la vicepresidencia y los cinco ministerios de Unidas Podemos, limitado al ámbito “social” pero con la importante cartera de Trabajo, con influencia sobre la reforma laboral o la cuantía del salario mínimo. Y también está presente en unos ministros socialistas que deben tener en cuenta las demandas de la mayoría de izquierdas.
En el nuevo gobierno ha avanzado la influencia del viento popular y patriótico. Pero en él se han fijado también, con mayor claridad y contundencia, la presencia de otras fuerzas de clase.
Reflejadas en la elevación de Nadia Calviño de ministra a vicepresidenta económica. Como ex directora de la oficina de presupuestos de la Comisión Europea, mantiene una vinculación directa con Bruselas o con los nódulos principales de la oligarquía.
El nuevo ministro de Seguridad Social y Trabajo, José Luis Escrivá, viene de presidir la Airef, un organismo cuya creación fue una imposición de Bruselas durante el “rescate bancario” ejecutado en 2012. Y proviene de los centros oligárquicos, en concreto del servicio de estudios del BBVA.
Como cabeza de la Airef, Escrivá ha actuado como “policía” del mantenimiento de los “ajustes presupuestarios”, criticando el proyecto de presupuestos presentado por Sánchez el pasado año. Y sus propuestas en materia de pensiones se concentran en “concesiones a corto plazo y recortes a largo plazo”. Aceptando que no puede mantenerse ya la reforma de 2013, pero anticipando la necesidad de una “reforma” que reduzca la cuantía de las pensiones o amplíe la edad de jubilación. Y defendiendo la necesidad de “tener en cuenta las aportaciones complementarias”, es decir los fondos privados.
Con el nombramiento de Escrivá y la separación de su cartera de la de Trabajo, se garantiza que una ministra de Podemos no tendrá “mando en plaza” en las pensiones. Y, junto a concesiones “sociales”, sitúa un terreno para que una futura reforma se ajuste a las necesidades oligárquico-hegemonistas.
La contradicción entre satisfacer demandas de la mayoría social progresista que lo sostiene, y respetar los límites y dictados del hegemonismo y la oligarquía, va a estar recorriendo la actuación de este gobierno en toda la legislatura.