La ruptura por parte de la administración Trump del Tratado sobre las Fuerzas Nucleares de Alcance Intermedio (INF, por sus siglas en inglés) con Rusia ―firmado en las postrimerías de la Guerra Fría, y que conminaba a ambos países a eliminar los misiles nucleares balísticos y de crucero, de corto y mediano alcance― da rienda suelta a la superpotencia para espolear una nueva carrera armamentística. Este movimiento tiene como rival aparente a Rusia, pero en realidad apunta al máximo antagonista geoestratégico de EEUU: China.
Firmado en 1987, apenas dos años antes de la caída del Muro de Berlín, entre Reagan y Gorbachov, el Tratado sobre las Fuerzas Nucleares de Alcance Intermedio echó el freno a la frenética carrera armamentística que las dos superpotencias habían emprendido a instancias de EEUU para llevar a la URSS a un esfuerzo económico que la agotara, lo cual sin duda funcionó. Ambas potencias nucleares redujeron sus armas atómicas de 63.000 en 1986 a las cerca de 8.100 que tienen a día de hoy.
Aquellas armas de corto y medio alcance eran entonces particularmente decisivas, con la URSS acumulando miles de SS-20 a un lado del telón de acero y EEUU instalando miles de euromisiles, Pershing y Cruise, en el lado contrario. Este tipo de proyectiles permiten alcanzar un objetivo enemigo en muy poco tiempo sin dejar apenas tiempo de reacción. Y por eso eran especialmente peligrosos para desencadenar un holocausto nuclear. Si se producía una falsa alarma o un lanzamiento erróneo, apenas había tiempo de abortar.
Sin embargo, ya no existe el contexto geopolítico en el que aquellos misiles de corto y medio alcance fueron decisivos, ni tampoco las circunstancias que llevaron a Washington y a Moscú a firmar ese tratado. Rusia ya no es la superpotencia soviética, no aspira ―no tiene la capacidad, ni el proyecto― a la hegemonía mundial, ni tampoco al dominio de Europa (por más que sea un poderoso e inquietante actor secundario en los asuntos de la UE). ¿Por qué entonces se ha roto el INF?
Trump ha puesto como excusa de la ruptura del acuerdo “el incumplimiento reiterado por parte de Rusia”. En concreto, el Pentágono acusa al Kremlin de haber desarrollado un polémico proyectil (el misil de crucero de tierra SSC-8, conocido en Rusia como 9M729 o Avangard) capaz de viajar cinco veces más rápido que el sonido (1,6 km/segundo, lo que lo convierte en extremadamente difícil de derribar), que violaría el Tratado INF.
Los expertos temen que, después de la ruptura de este tratado sobre proyectiles de corto y medio alcance, la administración Trump decida dejar también sin firmar con Rusia el START III (el Tratado de Reducción de Armas Estratégicas, para misiles de largo alcance), que se firmó en 2010 y expira en 2021.
Lo cierto es que el abandono de este tipo de tratados deja manos libres para una nueva carrera armamentística. ¿Pero a cuál de las dos le interesa esto? Lo cierto es que no a Rusia. Ni puede ni busca la hegemonía mundial, y atraviesa una recesión económica que podría verse agravada con una alocado gasto armamentístico.
Otro caso es el de la superpotencia estadounidense, que de la mano de la línea Trump está decidida a fortalecer su ya colosal músculo militar para mantener la astronómica ventaja que mantiene en este terreno sobre todos sus rivales geoestratégicos. El motivo de la reactivación de esta carrera militar no es Rusia, por agresivo que pueda ser el Kremlin en el uso de su fuerza en Siria o Ucrania. A quien mira Washington por el retrovisor es a China.
Cada vez más señalada en el centro de la diana geoestratégica yanqui, China lleva años modernizando su política de defensa. Rusia dedica a la defensa unos 67.000 millones de dólares al año, un 4,5% del PIB. China dedicó en 2017 a la inversión militar 228.000 millones de dólares (el 1,9% de su PIB). Pero la suma de ambos países representa apenas un 44% de los más de 610.000 millones de dólares (un 3,1% de su PIB) que gasta EEUU en su brazo militar. Y ese es el gasto “oficial”; en realidad la superpotencia destina en partidas camufladas más de un billón de dólares al año al gasto militar.
La distancia en fuerza e inversión militar entre Washington y Pekín es gigantesca, pero China, necesitada de contrarrestar el creciente cerco al que EEUU la somete, la ha recortado en terrenos sensibles, como en el de la alta tecnología militar. No solo en el balístico ― cuenta con proyectiles hipersónicos―, sino también en el terreno aeroespacial, muy vinculado con una eventual guerra orbital: los chinos han logrado con éxito llevar una misión a la cara oculta de la Luna.
EEUU no quiere ceder ni un palmo en este decisivo terreno para mantener la supremacía global: he aquí la razón de la nueva carrera armamentística que pone en peligro la paz mundial.
En la Casa Blanca, el principal impulsor del lanzamiento a la basura de estos tratados de desarme y no proliferación es John Bolton, Consejero de Seguridad Nacional. En su último libro arremete fieramente contra lo que él llama “la teología del control de armas”. Si tuvo sentido en la Guerra Fría, dice Bolton, “ahora se mantiene por devoción y oración, no por coherencia con la realidad”.
Luis Ratia dice:
Yo añadiría una cosa. No parece que el objetivo de los USA sea tanto usar su brutal poderío militar directamente contra China como mermar, e incluso eliminar, su capacidad de influencia y presencia en otros países. América Latina es el ejemplo más claro, y dentro de ella muy especialmente Venezuela. Este país, con un nivel de endeudamiento insoportable y una situación caótica a todos los niveles, lleva sobreviviendo gracias a las ayudas financieras, principalmente de China, desde hace mucho tiempo. Es un objetivo estratégicamente apetitoso para la Administración Trump y la única razón por la que ésta no ha desplegado aun sus AC 130 es por el temor a embarrarse en un nuevo Vietnam. Claro que éste temor puede difuminarse notablemente si consigue aunar más apoyos a favor de su espantajo mediático, el señor Guaidó.