En el objetivo de contener el ascenso de China coinciden los dos sectores de la clase dominante norteamericana. Pero ¿cómo hacerlo?. Ahí es donde aparecen las diferencias.
Donald Trump ha sido retratado como un presidente que iba a dirigir un “repliegue hacia dentro”, enfocando su mandato en la política interna, a diferencia de su rival, Hillary Clinton, experta en la arena internacional merced a su currículo como ex-secretaria de Estado. ¿Un presidente norteamericano que no ocupe la parte principal de su atención a la política internacional?. Tal cosa no puede existir. Como superpotencia -y aún más como superpotencia en declive- EEUU está obligado a concentrarse en adecuar su línea estratégica internacional, para intentar mantener su dominio sobre el planeta.
La geoestrategia norteamericana tiene un centro ineludible: China. Contener la emergencia del gigante asiático, aumentar la presión y el cerco a Pekín, multiplicando la concentración de sus fuerzas armadas y de sus aparatos de intervención en el área clave del Asia-Pacífico es la orientación estratégica obligatoria en la que coinciden los dos sectores de la clase dominante, representados por la línea Trump y la de Clinton-Obama. Pero ¿cómo hacerlo? Ahí es donde aparecen las diferencias.
La nueva Casa Blanca anuncia giros drásticos en todos los ámbitos de la política exterior: en el terreno político y diplomático, pero también en el militar; sin olvidar el plano económico y comercial.
El más evidente de todos es el giro de 180º con respecto a Rusia. La línea Obama ha supuesto el enfrentamiento y la tensión con el Kremlin, azuzando los levantamientos que llevaron al derrocamiento en Ucrania del gobierno prorruso de Víktor Yanukóvich. Putin respondió a la maniobra norteamericana de arrebatarle Ucrania de su área de influencia con el levantamiento de las regiones rusófonas, quedando el país atrapado en una cruenta guerra civil. El choque -más o menos solapado- entre Washington y Moscú se ha trasladado a Oriente Medio, recorriendo el subsuelo de la guerra de Siria o del fallido golpe de Estado contra el gobierno turco de Erdogan. Cuanto más enconado es el enfrentamiento con Rusia, más se refuerza el acercamiento económico, político y militar entre rusos y chinos.
Trump busca romper esa deriva, recomponiendo los puentes con un Putin al que no ha dejado de halagar durante la campaña electoral; pero también están entre sus objetivos declarados reparar las relaciones con Turquía o Pakistán, seriamente dañadas durante la era Obama. Un primer paso para intentar atraer a estas naciones en un frente mundial anti-chino.
La política exterior de Trump parece más pegada a la realidad, más ajustada a la situación real y concreta del declive norteamericano. Pero eso no significa en absoluto que vaya a ser menos destructiva que la de su antecesor, o que vaya a rebajar la tensión en Oriente Medio o el Norte de África. Más bien parece decidido a obligar de forma más vigorosa a sus vasallos de la OTAN o a sus aliados árabes (Arabia Saudita, Emiratos, Qatar, pero quizá también Egipto o Marruecos) en la resolución de los conflictos en esas zonas. Eso arroja perspectivas nada halagüeñas hacia la distensión de las relaciones con Irán que inició Obama.
En el área decisiva de Asia-Pacífico es donde EEUU tiene que poner en tensión toda su fuerza y sus mecanismos para ensamblar un frente antichino. Violando una regla diplomática de 4 décadas, Trump ha hablado directamente con la presidenta de Taiwan -la isla que China considera de su territorio nacional- y ha declarado «no estar obligado a respetar una política de una sola China», lo que ha disparado las alarmas de Pekin.
Los movimientos del presidente de Filipinas, Rodrigo Duterte, que ha anunciado su intención de alejarse de EEUU y acercarse a Pekín, significan un serio revés para las necesidades estratégicas norteamericanas. Los primeros movimientos de Trump parecen intentar recomponer las relaciones con Filipinas. Pero si Duterte persiste en su cambio de órbita, no son descartables acontecimientos abruptos, y menos tratándose de un país con un ejército troquelado durante décadas al servicio de Washington.
Con tal de elevar la militarización del Mar de China, Trump está dispuesto a que Japón -relegado desde el fin de la II Guerra Mundial a la insignificancia militar- reforme su constitución para poder dotarse de músculo bélico. El primer ministro japonés Shinzo Abe ha sido el primer lider internacional que ha recibido Donald Trump como presidente electo. El republicano llegó a decir en campaña que Japón debía desarrollar su fuerza armada, o bien pagar más a EEUU por su protección, e incluso llego a sugerir que Tokio debía dotarse de armas nucleares.
En el terreno económico internacional, la orientación proteccionista de EEUU y su rechazo a los tratados de libre comercio promovidos por Obama buscan crear dificultades a China. La “guerra económica” buscada por Trump es un factor de inestabilidad que afectará al conjunto de la economía global con consecuencias aún imprevisibles.
Pero Washington se enfrenta a una creciente incapacidad para detener la tendencia dominante: la emergencia de los países del Tercer Mundo que ganan cada vez más terreno, condenando a la superpotencia a apropiarse de una porción cada vez menor de la riqueza mundial. El hegemonismo trata de compensar ese declive aumentando el saqueo y los tributos sobre los países de su órbita, en especial sobre los más débiles y dependientes, como los del sur de Europa, en una lógica que parece seguir las palabras de Mao: “provocar disturbios, fracasar, provocar disturbios de nuevo, fracasar de nuevo, y así hasta la ruina: esta es la lógica de los imperialistas”.