Han sido cuatro años frenéticos desde cualquier punto de vista. Una legislatura en la que Donald Trump ha marcado diferencias diametrales con muchas políticas de su predecesor, Barack Obama. Son muchos los aspectos que se pueden analizar, pero veamos tres: la gestión económica, la línea internacional, y la política interna.
Grandes éxitos económicos.
La gestión económica es lo que hace sacar pecho a Trump. Trump ha logrado el mayor y más potente periodo de expansión económica desde la Segunda Guerra Mundial, con tasas de crecimiento de cerca del 3% anual. Y aunque ese resultado haya quedado empañado por la caída del PIB provocada por la pandemia, todo parece indicar que la economía norteamericana se recupera a buen ritmo, y que podría salir «en V» del bache de la Covid.
No todo ese éxito es mérito de la gestión de Trump. El republicano heredó de Obama una economía fuerte, en expansión desde la salida de la crisis en 2009, pero ha sido su administración la que -a base de una política comercial intransigente en la defensa de los intereses monopolistas norteamericanos, o de drásticas rebajas fiscales a las grandes empresas- ha hecho llover billones de dólares sobre Wall Street y las corporaciones.
Ese largo periodo de crecimiento ha generado durante prácticamente toda su legislatura un panorama de casi pleno empleo (un paro del 3,5% desde finales de 2019), y una inflación muy controlada. Aumentando los salarios, incluidos los de los trabajadores de ingresos más bajos. Esta es una base material fundamental del apoyo electoral de Trump entre amplios sectores de trabajadores.
Política Internacional
El «American First» ha llevado a EEUU a retirarse de cualquier tratado u organización que Trump considerara dañino para sus intereses, como el Acuerdo del Clima de París o la OMS. Trump también ha deshecho otros acuerdos de la era Obama, como el Tratado Nuclear firmado con Irán y otras seis potencias, o la reanudación de relaciones diplomáticas con Cuba.
En Oriente Medio, Trump ha sido pirómano y bombero. Por un lado, ha llevado sus hostigamientos a Irán al borde del estallido de un conflicto de incalculables consecuencias para una región tan inflamable. Ha dinamitado la relación con los palestinos al trasladar la embajada a Jerusalén, o al diseñar junto a Netanyahu un «Acuerdo del Siglo» que confisca el 20% del territorio de Cisjordania. Y ha avanzado en la construcción de una «OTAN de Oriente Medio» que una a Tel Aviv con las petromonarquías sunníes contra Teherán. Pero al mismo tiempo se ha ido retirando de la guerra de Siria y ha firmado un acuerdo de paz con los talibanes para sacar a EEUU de Afganistán.
Con respecto a Europa, Trump ha impuesto una drástica recategorización de sus vasallos europeos en base a su supeditación a los intereses y mandatos norteamericanos. Así, ha alentado un Brexit que difícilmente habría tenido lugar con Obama, para pasar a ofrecer a Londres un «tratado comercial bilateral» con Washington. Mientras maltrataba el vínculo transatlantico con la UE, degradaba a Alemania o a Francia, imponía aranceles a Bruselas hasta lograr nuevas condiciones comerciales, o «inspiraba» el surgimiento de todo tipo de partidos y gobiernos de extrema derecha y centrífugos con respecto al poder franco-alemán.
Pero sus mayores esfuerzos se han dirigido contra China, el gran enemigo geoestratégico de la superpotencia. La línea Trump se ha caracterizado por establecer, bajo formas cada vez más agresivas, un cerco en todos los campos (militar, económico, político…) para contener la emergencia del gigante asiático. Ha declarado una guerra comercial contra China que ha hecho temblar todo el comercio internacional, una ofensiva que incluye el 5G y la alta tecnología china. Ha puesto en cuestión la línea roja de «Una Sola China» estableciendo relaciones diplomáticas con Taiwan. Ha intervenido en los disturbios de Hong Kong o ha llamado «virus chino» al SARS-CoV-2, acusando a Pekín de propagarlo por el mundo. Y en el plano militar, ha acelerado el traslado de las fuerzas del Pentágono a la decisiva región de Asia-Pacífico.
Sus inesperados vaivenes con Corea del Norte tienen que ver con el cerco a China. Durante la primera mitad de su mandato, Trump ha alimentado una peligrosa espiral de provocaciones con el régimen de Pyongyang, que impulsaba la concentración de fuerzas en la península de Corea y en el Mar de China Oriental. Cuando el entendimiento entre las dos Coreas amenazó a Washington con quedar fuera de juego, se avino a un encuentro con Kim Jong-un para mantener su papel de árbitro decisivo.
Tampoco han faltado los zarpazos en América Latina: un golpe de Estado en Bolivia con el sello”made in USA”; la desestabilización permanente de una Venezuela que ha sido amenazada con la intervención militar directa y llevada al borde de una guerra civil; o la promoción del ultraderechista -y ultra-proyanqui- Bolsonaro en Brasil.
No se puede decir que la política internacional de Trump no haya sido agresiva -incluso altamente incendaria- ni que no haya puesto en grave peligro la paz mundial en numerosas ocasiones. Pero sin embargo, el balance bélico de su legislatura nos ofrece un saldo… nulo. A pesar de sus belicosas maneras, y de puntuales y devastadores ataques, el hecho es que Trump es el único presidente de las últimas décadas que culmina su mandato sin haber embarcado de forma directa a la superpotencia en ningún conflicto de envergadura. Un gran contraste con su antecesor, que recibió el Nobel de la Paz a pesar de ostentar el horrendo récord de haber mantenido durante ocho años a EEUU en guerra.
Los frentes internos
Durante la legislatura de Trump, la aguda y bronca división que ya existía en el seno de la clase dominante norteamericana, en torno a qué línea seguir para mantener su hegemonía, ha dado un salto cualitativo, pasando de realizarse entre sus representantes políticos a darse y exhibirse públicamente en los principales aparatos del Estado. Algo que se ha manifestado en una interminable ristra de dimisiones, cambios y defenestraciones en el equipo presidencial; en dos cierres administrativos que han generado momentos de semiparálisis; en un intento de impeachment del que Trump salió airoso gracias a su mayoría en el Senado; y a innumerables escándalos y enfrentamientos no sólo con la prensa, sino con destacados miembros del partido republicano.
Pero durante estos cuatro años también se ha generado una honda fractura en la opinión pública norteamericana, una sociedad cada vez más polarizada -como se puede ver ahora, casi a la mitad- en torno a la figura de Trump. Las tensiones raciales (que son estructurales) se han exhacerbado, generando la mayor ola de disturbios desde la muerte de Luther King, por un mandatario que fomenta el enfrentamiento y esgrime la porra de la «Ley y Orden». «Es el primer presidente que he visto en mi vida que no trata de unir al pueblo estadounidense. Ni siquiera trata de hacer que parezca que quiere unirnos. En vez de eso, intenta dividirnos», sentenció en junio James Mattis, el que fuera su secretario de Defensa en la primera parte de su mandato.
En estos últimos meses, además de importantes estallidos de protesta -Black Lives Matter- Donald Trump ha tenido que hacer frente a dos grandes problemas, sin los cuales seguramente habría ganado las elecciones más que cómodamente: la pandemia y la crisis económica.
EEUU encabeza desde abril, y de forma continuada, las cifras de coronavirus. Una pandemia que contagiado a 9,6 millones de estadounidenses y ha matado a casi 240.000 -uno de cada cinco muertos por Covid en el mundo es de EEUU- y ante la que su gobierno ha llevado una política no ya negligente, sino en ocasiones abiertamente negacionista.
Este es, en síntesis, el legado de los cuatro años del presidente más controvertido de la historia reciente de EEUU.