El mundo aguanta la respiración. El 20 de enero de 2025 Donald Trump será investido como el cuadragésimo séptimo presidente de los EEUU, retornando a una Casa Blanca que dejó hace cuatro años en medio de dramáticas convulsiones. Concretamente después de no reconocer el resultado de las elecciones de 2020, de intentar amañar los votos de Georgia, y de lanzar a una turba de miles de seguidores, que tomaron al asalto el Capitolio el 6 de enero de 2021.
Tras estos gravísimos incidentes, muchos pensaron que era el fin político de Donald Trump. Muchos de sus apoyos oligárquicos -grandes magnates del mundo de las altas finanzas o de los monopolios de EEUU- lo abandonaron entonces. Una comisión de la Cámara de Representantes -en la que participaron tanto demócratas como destacados republicanos- investigó las acciones y la responsabilidad de Trump en la toma golpista del Capitolio, y determinó sin lugar a dudas el rol protagónico del presidente en estos hechos.
Meses más tarde, el FBI irrumpió en la mansión del magnate en Mar-a-Lago (Florida), incautando documentos de alto secreto que Trump se había llevado ilegalmente de la Casa Blanca, un delito que conlleva penas de cárcel e inhabilitación por cargos públicos. Tras diferentes juicios por delitos económicos, finalmente un jurado de Manhattan declaró culpable a Donald Trump de 34 delitos derivados de la ocultación de pagos para silenciar a la actriz porno Stormy Daniels en los últimos días de la campaña electoral de 2016. Se trata de cargos penales, por los que el neoyorquino debería ir a la cárcel.
Trump retorna a la Casa Blanca siendo un delincuente condenado. Sin embargo, por extraño que nos parezca, todo esto no impide al republicano volver a ser presidente. De hecho, el Tribunal Supremo de los EEUU -dominado por una supermayoría de 6 jueces conservadores contra 3 progresistas, gracias justamente a los 3 magistrados que nombró Trump en su anterior mandato- ha concedido a Trump una amplia inmunidad por sus actos -pasados, presentes o futuros- como presidente. Ya de vuelta en el Despacho Oval, podrá amnistiarse a sí mismo -y a sus seguidores, incluidos los camisas pardas con gorro de bisonte que asaltaron el Capitolio, dejando 5 muertos- todos sus ‘pecados’.
Todo lo anterior son hechos. Hechos muy graves, hasta hace poco impensables si de quien hablamos es de un presidente de los EEUU y no del mandatario de una república bananera. Y sin embargo, aquí estamos, con un Donald Trump a las puertas que además se dispone a recoger las riendas de la superpotencia con mucho más poder que en su primer mandato de 2016, con el control republicano de Congreso y Senado, además del Tribunal Supremo. Sin cortapisas internas para desplegar sus políticas, y con un Partido Demócrata aún en estado de shock. ¿Alguien ha vuelto a ver a Kamala Harris?
Muchos nos alertan que estamos ante una especie de moderno Nerón, dispuesto a ver Roma arder para saciar sus impulsos narcisistas. Un emperador grosero e impulsivo, un «outsider», un «verso suelto» al que las élites de la clase dominante norteamericana y el establishment republicano han tratado -sin éxito- de sujetar y controlar, y que ahora goza de un inmenso poder para imponer caprichosamente sus antojos. «Un Rey por encima de la ley», «un autócrata», nos repiten.
No. Mentira. Falso.
Durante cuatro años, durante todo el primer mandato de Trump, ya escuchamos esa cantinela. Ahora debemos rearmarnos de nuevo contra ella, porque ciertamente el trumpismo 2.0 cuenta con una mayor concentración de poder político.
Pero ese poder político no emana de un individuo y su desmedido ego. Ni del gabinete de fieles boyardos que se ha construido alrededor. Ni tampoco de los 77 millones de estadounidenses que han votado por Trump en 2024 (por cierto, sólo tres millones más de los que lo apoyaron en 2020).
Todo el poder de Trump, de su gobierno y de la línea que representa proceden de la clase dominante norteamericana, de la que este presidente, como todos los anteriores -como Biden, como Obama, Bush y así hasta George Washington- no es más que el representante.
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No es un outsider, sino un mayordomo
Trump y el trumpismo nunca fueron «versos sueltos», sino una línea de dirección de la superpotencia norteamericana, respaldada, impulsada y al servicio de su clase dominante, o al menos al servicio de una de las fracciones en las que está agudamente dividida la clase dominante norteamericana.
Detrás de Donald Trump siempre estuvieron importantísimos sectores de la banca, los grupos financieros y de las corporaciones monopolistas de EEUU. Y para comprobarlo, nada más sencillo que seguir la pista del dinero de los poderosos magnates de la banca, la industria o el comercio que han financiado sus campañas en 2016, 2020 o 2024, algunos de los cuales han sido incluidos en el nuevo gabinete.
Trump y el trumpismo son una respuesta al acelerado ocaso imperial que vive la superpotencia norteamericana. EEUU sigue detentando la hegemonía mundial, conservando un gigantesco poder económico, político y militar, inalcanzable para ningún país o grupo de potencias. Pero se ve crecientemente incapaz de ordenar todos los asuntos mundiales, y de detener el nacimiento de un nuevo orden mundial multipolar y el surgimiento de diferentes potencias emergentes (los BRICS), en especial de una China que es la principal amenaza a su supremacía.
El declive de EEUU avanza aceleradamente, y esto ha agudizado la disputa entre dos líneas enfrentadas sobre cómo gestionar su hegemonía, generando una aguda lucha de fracciones en el seno de su clase dominante.
Trump y el trumpismo son producto de esta aguda división. Lo mismo que lo es la línea opuesta, la encarnada por Biden, Kamala u Obama.
Las dos lineas representan a la misma clase dominante, buscan preservar a toda costa la hegemonía norteamericana y persiguen los mismos objetivos estratégicos. Las dos tienen como objetivo principal la contención del ascenso de China. Las dos necesitan incrementar el saqueo en los países de la órbita de dominio norteamericana, recuperando del expolio a sus vasallos lo que pierden en otras áreas del planeta. Y las dos líneas persiguen explotar y oprimir a los pueblos del mundo, perpetrando un sinfín de agresiones. Pero, representando a distintas fracciones y sectores de la clase dominante norteamericana, ambas líneas difieren en la estrategia y la táctica para defender la hegemonía de EEUU.
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Trumpismo 2.0: amenaza a la Paz Mundial, amenaza a la democracia
Aunque aún está por revelarse las formas concretas que tomará el trumpismo 2.0, la línea pretende hacer valer en primera instancia su superioridad militar, contener bajo formas abruptas la emergencia de sus rivales, especialmente China, e imponer una recategorización en los Estados considerados “vasallos” en base a su supeditación a los mandatos norteamericanos.
Pronto veremos como se desarrolla la línea Trump ante los múltiples retos que tiene por delante. Pronto veremos si -como muchos anuncian- deja a Ucrania abandonada a su suerte ante la invasión rusa; o si da nuevas alas a Netanyahu para lanzar mayores agresiones sobre Palestina o Irán, avivando el incendio de Oriente Medio; o si incrementa la tensión bélica en Asia Pacífico y en torno al cerco a China.
Pero no hace falta tener un oráculo para saber que con Trump se crecerá la amenaza a la Paz Mundial. No sólo por los modos incendiarios del republicano, sino por los factores estructurales de la superpotencia. Las necesidades de EEUU son más imperiosas; necesita recurrir a la fuerza militar para detener el declive en las áreas del planeta donde ha retrocedido, como Oriente Medio; y necesita saquear y exprimir más intensamente a los países bajo su órbita e imponerles mayores tributos de guerra.
Sabemos además que el trumpismo es una amenaza la democracia, para las libertades y los derechos, en EEUU y en el mundo. Sabemos que promueve -en EEUU, y en el resto del mundo, gracias a su «internacional de la extrema derecha»- un modelo político y social que dé aún mayor poder a las oligarquías financieras para explotar y oprimir a las clases trabajadoras, especialmente a los trabajadores migrantes, despojándoles de derechos políticos para imponerles condiciones más onerosas. Sabemos que no tienen reparos en apartar de un golpe a la democracia cuando esta les estorba.
Pero sin embargo, con sus formas más agresivas, Trump y el trumpismo ya fracasaron la primera vez. La superpotencia ya probó esa receta, y no pudo evitar que su ocaso siguiera avanzando, ni que el orden mundial multipolar siguiera emergiendo, ni que la lucha de los países y pueblos del mundo les siguiera golpeando, socavando su hegemonía y privándoles de espacios de dominación y control.
¿Por qué había de salirles bien esta vez?.