Las revueltas en el mundo árabe han sacudido el tablero mundial, y son uno de los principales factores que deciden el rumbo de la situación mundial. Todos vieron la extraordinaria explosión de rebelión de los pueblos árabes contra unos regímenes despóticos que condenaban a la inmensa mayoría a la miseria. Pero pocos percibieron las cartas norteamericanas en la partida. La intervención norteamericana, azuzando e intentando reconducir el conflicto, busca redefinir el tablero de esa estratégica región que abarca desde el Magreb hasta el Golfo Pérsico, con el objetivo de afianzar su dominio.
En las revueltas que han sacudido el mundo árabe se entrecruzan dos líneas, no ya diferentes, sino absolutamente antagónicas entre si. De un lado la ira de los ueblos árabes contra unos regímenes tiránicos e hipercorruptos. Son países del Tercer Mundo donde los índices de pobreza bordean o superan el 70%, conviviendo con unas élites escandalosamente acaudaladas. Una confrontación social explosiva que la crisis -al incrementar el precio de los alimentos básicos gracias a la especulación de los grandes capitales, arrojando a la inanición a miles y miles de personas- ha exacerbado todavía más. Y, por otro lado, los intereses norteamericanos por incrementar su dominio sobre una de las zonas más estratégicas del planeta. En agosto del pasado año, un informe secreto remitido a Obama -cuyo objetivo era identificar posibles focos de conflicto en la región y estudiar como EEUU podía impulsar cambios políticos acorde a sus intereses- concluía que un amplio conjunto de países de la zona “estaban maduros para la revuelta popular”, y conminaba a que Washington impulsara el recambio de unos regímenes dictatoriales que sólo podían conducir a una más amplia y peligrosa inestabilidad. Se trataba de una jugada que podía ser maestra. La consigna era adelantarse a los acontecimientos, y evitar un desbordamiento del descontento social más allá de los límites permitidos por los intereses norteamericanos -como de hecho viene sucediendo en muchos países de Hispanoamérica-. Sobre la base del absoluto control norteamericano de los principales resortes militares y políticos del país, el proyecto era dejar caer a los autócratas y propiciar el recambio por “democracias controladas” donde el dominio norteamericano no enfrentara tantos sobresaltos. Pero el mundo árabe es una pradera demasiado seca, y es difícil provocar un incendio sin que esta acabe por extenderse más allá de las ambiciones del pirómano. El desarrollo de los acontecimientos no ha hecho sino poner de manifiesto los riesgos de la apuesta norteamericana. En Egipto o Túnez -gracias al absoluto control norteamericano del ejército, convertido en el poder de facto que pilota las transiciones- los cambios de régimen se han podido sustanciar dentro del guión proyectado por Washington. Pero otros tiranos -sobre los que Washington no dispone de la capacidad de intervención suficiente- no estaban dispuestos a dejar el poder por las buenas. El ejemplo de Libia, donde la oposición de Gadafi ha obligado a desatar una guerra que a día de hoy no está todavía definida, ejemplifica los obstáculos en el camino. La demanda de democracia también se ha trasladado a regímenes demasiado valiosos para EEUU como para desestabilizarlos. Las monarquías petroleras del Golfo, con Arabia Saudí a la cabeza, han cercenado violentamente las protestas. Y Washington ha mirado hacia otro lado, intercambiando petróleo por democracia. Siria puede ser la pieza que marque el sesgo de los acontecimientos en el futuro. Hasta que punto EEUU está dispuesto a propiciar el recambio del régimen de Bachar el Asad -una de las piezas discordantes, desde los intereses norteamericanos, en el tablero de Oriente Medio-, aun a riesgo de provocar un incendio de imprevisibles consecuencias en una de las regiones más inflamables del planeta. Washington está utilizando las revueltas árabes para afianzar su dominio sobre una región que engloba el 60% de la energía del planeta, y que es una de las periferias claves del tablero euroasiático, donde se decide la hegemonía mundial. Pero el abrupto final de la línea Bush demuestra que las apuestas demasiado arriesgadas pueden suponer incalculables pérdidas si el jugador no sabe gestionar sus cartas. Egipto y Túnez Que todo cambie para que todo siga igual Parece no chirriarle a nadie, pero es el poder militar quien está pilotando las “transiciones a la democracia” en Egipto y Túnez. Los ejércitos de ambos países, estrechamente vinculados a EEUU, jugaron un papel crucial en el cambio de régimen. Al retirar su apoyo a Ben Ali o Mubarak, propiciaron que las dos autocracias, hasta entonces sólidamente instaladas en el poder, se desmontaran como un castillo de naipes. El proceso de transición parece seguir la máxima lampedusiana: que lo accesorio cambie para que lo sustancial -el dominio norteamericano- se refuerce. En Egipto, una junta militar dirige los destinos del país. Las enmiendas a la Constitución -que debía fijar el marco para la transición democrática- fueron redactadas por una comisión de alto secreto designada por el consejo de gobierno militar. Y acabaron por reforzar la posición de Omar Suleiman -vicepresidente con Mubarak, jefe de la inteligencia y conocido como “el hombre de la CIA en El Cairo”-. EEUU ha encabezado la concesión de multimillonarias ayudas a Egipto y Túnez, que encadenarán todavía más sus economías a los dictados de Washington. Paralelamente, EEUU está “apadrinando” a los cuadros del futuro régimen, fabricándose una clase política a su medida, a través del programa “Líderes para la democracia árabe. Por las conferencias y seminarios organizados en Washington. A través del control de los principales aparatos político y militares, EEUU interviene para propiciar en Egipto y Túnez el cambio hacia unas democracias limitadas donde su capacidad de intervención sobre los destinos del país se refuercen. Pero no todo está bajo control. En Túnez el proceso de transición se desarrolla entre un reguero de huelgas y movilizaciones. En Egipto, la tasa de pobreza alcanza el 70%, y la nueva Constitución ha incluido una severa limitación de las manifestaciones. Si la crisis supone en el segundo mundo rebajas salariales y recortes sociales, en países como Egipto o Túnez, sus efectos son un intolerable incremento del hambre y la pobreza. Una bomba de relojería interna difícilmente encuadrable bajo los nuevos regímenes que Washington pretende instaurar. Libia Todas las opciones siguen abiertas El uso de la fuerza era la única alternativa para desatascar el embudo libio. Con Gadafi no era posible utilizar la misma receta que en Egipto o Túnez, donde EEUU se ha apoyado en el control del ejército para propiciar la transición. El régimen libio es una dictadura ominosa, pero mantiene un elevado margen de autonomía respecto a Washington, especialmente en el control del aparato militar. Libia no es un enclave estratégico, pero el aplastamiento de las protestas en Libia actuaría como un dique de contención de su extensión al resto del mundo árabe. Bajo estas premisas, EEUU, Reino Unido y Francia, sostienen desde marzo ataques militares conjuntos sobre Libia. Tres meses después, la guerra sigue estancada, con escasos avances sobre el terreno por ninguna de las dos partes. Los bombardeos de la coalición han detenido el avance de las tropas de Gadafi. Pero el “ejército rebelde” es incapaz de avanzar. Washington, Londres y París han recrudecido la ofensiva militar -traspasando los límites de la resolución de la ONU, que utilizaba el pretexto de la protección de los civiles-, e intensificado la presión política y el bloqueo económico sobre el régimen de Gadafi. Parece difícil que la balanza se decante sin una intervención terrestre cuyos costes Washington no está dispuesto a aceptar. Cuanto más se prolongue en el tiempo la contienda, mayor será el riesgo de que se pueda producir una partición de Libia, que dejaría el oeste en manos de Gadafi y el resto del país en las de los rebeldes. Arabia Saudí Petróleo por democracia Para Washington, los derechos humanos cotizan el bolsa. Su defensa depende de su rentabilidad. Y en el Golfo Pérsico, la “inversión democrática” resulta demasiado cara. La extensión de las protestas en Bahrein (el estratégico archipiélago-emirato, sede la Vª Flota estadounidense) traspasaba las líneas rojas que las monarquías petroleras del Golfo estaban dispuestas a permitir. Las fuerzas del Escudo Península del Consejo de Cooperación del Golfo (CCG) invadieron Bahrein, desatando una brutal represión. Disparando contra los manifestantes, o lanzando una oleada de detenciones y torturas. Bahrein, que había protagonizado una tímida apertura democrática, ha pasado a ser el escenario de un escarmiento ejemplar. La extensión de las revueltas que exigen democratización en el mundo árabe ha desestabilizado a las dictaduras petroleras -encabezadas por Arabia Saudí-, que han permitido a EEUU asegurarse el control del suministro de crudo mundial. Por eso, cuando los autócratas saudíes han encabezado una contraofensiva, desmantelando violentamente cualquier conato de protesta en el Golfo Pérsico, Washington, que enarbola la bandera de los derechos humanos en Libia o Siria, ha decidido mirar hacia otro lado. Desde el final de la IIª Guerra Mundial, se estableció una alianza estratégica entre Washington y las monarquías petroleras. Washington se aseguró el control de la zona que alberga el 40% del crudo mundial, a cambio de sostener el despótico poder de las autocracias del Golfo Pérsico. El pacto sellado se ha renovado durante las siguientes décadas, y constituye uno de los pilares estratégicos del dominio norteamericano. Un botín demasiado importante para ponerlo en peligro por un quitame allá estos derechos humanos. Washington ha ofrecido carta blanca a Arabia Saudí para que aplique mano dura contra las protestas en su área de influencia. Una salida que, a corto plazo, afianzará a las autocracias del Golfo -para las que Washington no tiene recambio alguno-. Pero que al mismo tiempo agudizará unas contradicciones internas que, por debajo de los fastuosos lujos del petróleo, no han hecho sino empezar a asomar la cabeza. Yemen Estabilizar un peón estratégico Era demasiado arriesgado confiar la estabilidad de Yemen -un enclave estratégico que abre la puerta a la trascendental ruta del Canal de Suez- al decrépito régimen de Ali Abdullah Saleh. Yemen acoge un movimiento separatista en el sur, la rebelión de los Huthi en el norte, y la presencia de una de las ramas más activas de Al Qaeda. Una explosiva combinación que el régimen de Salhe, en el poder desde 1978, era incapaz de controlar. El peligro de una explosión incontrolada que pusiera en peligro los intereses vitales de EEUU en la región era demasiado grande. Por eso Washington, respaldado por Arabia Saudi, en el papel de gendarme local, ha movido pieza para propiciar, en palabras del embajador norteamericano, “una transición ordenada”. Hasta tres veces, Saleh dio conformidad a un acuerdo apadrinado por Washington y Riad para que abandonara el poder a cambio de inmunidad. Y otras tantas se echó atrás, pugnando por aferrarse a un poder que le proporciona sustanciosas prebendas. El conflicto ha derivado en una auténtica guerra civil, y con Salhe exiliado en un hospital saudí, recuperándose de las heridas sufridas tras un ataque. EEUU mueve sus fichas para garantizar su control en el Yemen post-Saleh. Subiendo el pistón de su campaña de bombardeos -hábilmente silenciada por los grandes medios-, e intensificando los contactos tanto con los restos del régimen como con las principales cabezas de la oposición. Desalojado Saleh, el objetivo es estabilizar, siempre bajo los intereses norteamericanos, una de las piezas estratégicas de la región, sometida a periódicas sacudidas. Siria Pieza de caza mayor Era sólo cuestión de tiempo que las revueltas en el mundo árabe prendieran en Siria. Las manifestaciones comenzaron en Daraa, en la frontera con Jordania, y se han extendido hasta la capital, Damasco. Las protestas han sido duramente reprimidas por el régimen de Bachar el Asad, dejando más de 1.100 muertos y unos 10.000 detenidos. Los enfrentamientos han dado un salto cualitativo en la provincia de Idlib, al norte del país y fronteriza con Turquía. Abriendo una fisura desconocida en el férreo e impermeable régimen sirio, varias unidades del ejército se amotinaron, tomando la ciudad de Jisr al Shughur. Damasco ha respondido bombardeando la plaza y enviando a las unidades de élite comandadas por Maher el Asad, hermano del presidente y hombre fuerte del ejército. Por primera vez, el fantasma de que Siria pueda precipitarse hacia una especia de guerra civil -al estilo libio o yemení- ha dejado de ser una ensoñación. Peligro exacerbado por el tensionamiento de las fricciones tribales y religiosas, entre la minoría dominante alauí y la mayoría suní. Pero Siria no es Libia. El país norteafricano carece de importancia estratégica, mientras que Siria es una pieza de caza mayor, cuya implosión puede alterar significativamente los equilibrios regionales en Oriente Medio y Próximo. El régimen de Bachar el Asad es el más cercano aliado de Irán, señalada por EEUU como el centro del eje del mal en la región. Mantiene, a través de su relación con Hezbolá, una significativa capacidad de intervención en Líbano, una de las fallas más sensibles e inestables de la zona. Mantiene una histórica disputa con Israel acerca de los Altos del Golán, y respalda a Hamas en la Franja de Gaza. Y desde 2003 ha ayudado a miles de yihadistas a viajar a Irak. Siria está, de una u otra manera, en el centro de buena parte de las contradicciones más candentes de la región. Su “conquista” puede ofrecer un rédito geopolítico muy jugoso, pero al mismo tiempo puede dar pie a un incendio de consecuencias imprevisibles. Por eso, EEUU ha andado con pies de plomo en su relación con Damasco, jugando incluso la carta de atraerse a Bachar el Asad a su terreno. La nueva dinámica apunta a que Washington puede estar cambiando su estrategia. Washington ya ha impuesto sanciones económicas a Siria, y Londres y París preparan una resolución de condena en la ONU. Desde hace meses, se han intensificado los contactos entre EEUU y la oposición siria, en un movimiento que Damasco interpreta como el impulso a un cambio de régimen.