El inesperado anuncio de la renuncia del secretario estadunidense de Defensa, Chuck Hagel, quien deberá permanecer en el cargo en tanto el Senado ratifica a su sucesor, constituye un indicador del declive estratégico experimentado por la superpotencia durante los dos mandatos sucesivos del presidente Barack Obama, quien próximamente habrá de dar posesión a su tercer jefe del Pentágono después de Robert Gates (quien se encontraba en el cargo desde tiempos de George W. Bush) y de Leon Panetta, y deja ver la posibilidad de una reformulación de las estrategias de Washington ante los conflictos de Afganistán e Irak y ante la confrontación con el Estado Islámico (EI) y el involucramiento creciente de Estados Unidos en la guerra civil siria. Pero, al mismo tiempo, el relevo de Hagel –un político republicano estrechamente ligado a intereses corporativos– es reflejo de los realineamientos en el escenario político bipartidista tras las elecciones de medio periodo que tuvieron lugar el pasado 5 de noviembre y la derrota en ellas del Partido Demócrata del propio Obama.
En el primero de esos terrenos, el estratégico, la posición estadunidense en Medio Oriente se encuentra más enredada que nunca en sus propias contradicciones, en la pérdida de una visión clara de la Casa Blanca y en un escenario geopolítico que se ha transformado profundamente desde las invasiones de Afganistán (2001) e Irak (2003) por fuerzas de Estados Unidos y sus aliados. Si bien en esos conflictos Bush hijo logró sus objetivos de procurar pingües negocios para la industria militar de su país y para su entorno empresarial, la seguridad nacional de EU no se vio fortalecida y la guerra contra el terrorismo desembocó en un pantano de difícil salida que atrapó al gobierno de Obama desde sus inicios.
El político demócrata llegó a la Presidencia con la promesa de acabar la guerra de Irak y propinar una derrota estratégica definitiva a las facciones fundamentalistas presentes en Afganistán, pero en el primer caso Washington no ha conseguido, hasta la fecha, terminar de desvincularse militarmente del régimen que instaló en Bagdad, y en el segundo, la derrota del talibán y de Al Qaeda dista de haberse cumplido. El primero sigue controlando importantes porciones del territorio afgano y la segunda evolucionó a nuevas organizaciones integristas, más dispersas pero también mucho más radicales; la lenta disolución de Al Qaeda abrió el margen para el surgimiento del Estado Islámico, grupo más beligerante que se fortaleció, en un principio, con la intervención estadunidense en el conflicto sirio. En otro extravío típico de Obama, éste estuvo a punto de iniciar una conflagración con Irán, perspectiva que fue afortunadamente descartada por una resuelta ofensiva diplomática rusa. El gobierno de Moscú, por su parte, está de vuelta en Medio Oriente y en otras regiones del mundo en calidad de heredero de la otra superpotencia extinta, la Unión Soviética, en tanto China constituye hoy un factor de contrapeso efectivo a la presencia de Estados Unidos en el océano Pacífico.
En el ámbito de la política interna es claro que la paradójica ofensiva de Obama tras la derrota de los demócratas en los recientes comicios legislativos de principios de mes busca explotar a fondo las divisiones en las filas del Partido Republicano en torno a asuntos como las regulaciones migratorias y la defensa. Así la formación del mandatario haya perdido el control de ambas cámaras, el momento actual, de reacomodo de fuerzas, le permite realizar movimientos en apariencia tan osados como los decretos en materia migratoria elaborados al margen del Capitolio –los cuales se presentan como sucedáneos de una reforma migratoria legislada– y la sustitución de un secretario de Defensa con el que no parece haberse sentido cómodo en los 20 meses que duró en el cargo, por más que ello no haya sido tanto responsabilidad de Hagel cuanto del propio Obama, quien en seis años al frente de la Casa Blanca no ha sido capaz de formular una visión estrategia integral y coherente y acorde con las nuevas circunstancias mundiales.