El 9N el Estado no compareció por cálculo o por temor a las consecuencias de la aplicación de su propia fuerza. Los independentistas hicieron todo lo necesario para conseguir su objetivo: utilizaron toda la fuerza del poder de la Generalitat, manipularon los medios de comunicación públicos y privados catalanes y usaron a una sociedad domesticada con dinero público. De esta manera pudieron votar en una consulta, que para nosotros no deja de ser una expresión antidemocrática de un nacionalismo radicalizado; pero que para ellos goza de toda la legitimidad y entrará ya en su particular calendario de «hechos heroicos», con el regusto irresistible además, de ser protagonistas de un momento histórico y con la seguridad de no provocar ninguna consecuencia negativa para sus intereses. Por el contrario los que defendemos la Constitución y la ley como garantía de la libertad de todos, nos hemos visto arrinconados en la defensa de su aplicación, que nos hubiera gustado que se hubiera hecho antes del 9N, porque hacerlo posteriormente originará numerosas contradicciones.
La mejor prueba del éxito de los nacionalistas es su alegría y nuestra melancolía; que ellos al día siguiente tienen metas que alcanzar y nosotros, una vez más, nos enzarzamos en una discusión sobre quienes son más responsables. Pero todavía podemos, presos de la improvisación y la cólera que provoca el orgullo herido, afianzar más su victoria. Lo podemos hacer queriendo remediar, por vía penal, lo que en el momento adecuado no supimos, no pudimos o no quisimos solucionar. La legalidad constitucional puede ser quebrada por impulsos políticos con apoyos electorales suficientes, y cuando ésto sucede ya no se puede recomponer, no consiente zurcidos de Celestina vieja. La Fiscalía, el Tribunal Constitucional, El Supremo o Las Cortes pueden actuar con justificada contundencia, blandiendo el código penal, pero me temo que al final no habrá consecuencias penales, y esa exhibición aparatosa del plumaje legal conseguirá que los independentistas además de todo tengan mártires, héroes en los que personificar un sacrificio que nunca ha existido, una reacción contra el «poderoso enemigo español».
En realidad, nada tan importante como la quiebra de la legalidad constitucional ha costado tan poco. La cuestión catalana nunca fue exclusivamente legal. Desde luego la exigencia del cumplimiento de la ley debe ser para todos igual y más para los representantes institucionales, pero el contenido político era, es y será indudable. Esta realidad compleja no la ha sabido ver el gobierno de Rajoy. Este error de apreciación ha provocado una deuda que no corresponde pagar sólo al ejecutivo, aunque por su responsabilidad lo tenga que hacer el primero, también el principal partido de la oposición tiene su responsabilidad, empeñado en bailar su rigodón federalista en solitario. El diálogo es imposible cuando una parte se apresta al conflicto y la otra a la huída, cuando una parte se arma social, ideológica y políticamente y la otra se dispone a firmar como sea la paz.
Dicen que el gobierno se ha encontrado solo en esta disyuntiva histórica. En realidad quien se ha encontrado solo, sin su gobierno siquiera, ha sido Rajoy, prisionero de sus propias decisiones. Sin embargo, tiene mayoría suficiente para hacer lo que debe hacer y recabar los apoyos necesarios de una sociedad española, que quiere que se emprendan las reformas necesarias para remediar la situación, sin populismos ni aventuras. Para conseguirlo tiene que acertar en el diagnóstico y tendrá la mitad del camino hecho, pero si se equivoca seguirá perdido en su propio laberinto.
Ha pasado demasiado tiempo pero no es tarde para remediar la situación. No es principalmente un problema legal al que se enfrenta hoy el presidente del gobierno, es un reto político de envergadura constitucional el que nos han planteado los independentistas catalanes, y no lo podemos eludir. Decía el historiador clásico: «vosotros pensáis que lo que se trata es si se ha de hacer la guerra o no; y no es así. Lo que se trata es si esperáis al enemigo en Italia, o iréis a combatirlo a Macedonia, porque Filipo no os permite escoger la paz». A la solución al órdago de los independentistas catalanes tenemos que estar convocados todos los españoles, e ineludiblemente nos obligará a cambiar el marco de la acción política, que debe definirse por las reformas necesarias para volver a legitimar las instituciones constitucionales.
Entre esas reformas un objetivo nuclear será encontrar soluciones que satisfagan a la mayoría de los ciudadanos españoles que viven en Euskadi y Cataluña —teniendo en cuenta, aunque no me guste mencionarlo, que en el simulacro votaron 2.305.290 ciudadanos y en las últimas elecciones en las que se presentó Zapatero, en Cataluña sólo el PSOE obtuvo 1.689.911 votos—, sin que su satisfacción se base en el menoscabo de los derechos del resto de los ciudadanos. Hasta que los españoles no vuelvan a confiar en sus instituciones, no podremos solucionar ninguna de las crisis que nos aprisionan, tampoco la catalana. En el mismo sentido añado que esta última crisis no tiene solución pacífica en el estrecho margen de la Comunidad Autónoma Catalana. Sí, probablemente los catalanes tendrán que votar, pero lo tendrán que hacer a la vez o después de que lo hagamos todos los españoles. Rajoy tiene la responsabilidad de iniciar este camino y lo tiene que hacer al final de su legislatura. Tiene para ello la legitimidad que le da su mayoría y que sólo se la puede quitar quien se la ha dado, la sociedad española. Los españoles, por desgracia, volvemos a una disyuntiva que ya se nos ha presentado en muchas ocasiones en nuestra historia y que hemos solucionado mal la mayoría de las veces: reformar hoy o volver a empezar desde cero mañana.