Como todas las ersonalidades volcánicas, Amparo Muñoz cultivó a lo largo de su vida una buena cantidad de detractores, pero tuvo también fervientes admiradores. Muchos la vieron como un juguete roto, una mujer devorada por un éxito que le venía grande y la empujó a un vértigo que terminó por arrastrarla. Amparo llegó a Madrid, decidida a hacer carrera como “artista”, después de haberse alzado consecutivamente con los títulos de Miss España y Miss Universo. Era una muchacha sencilla, de una familia humilde, pero no le faltaba carácter y pronto lo demostró al renunciar, tras cuatro meses de broncas y disgustos, a la corona de la belleza mundial, algo que nadie había hecho hasta la fecha. Pero el episodio la lanzó como una estrella potencial del cine de entonces, dominado por la corriente del “destape” que gozaba del favor de productores y público. Amparo era una belleza espléndida y enseguida tuvo numerosas ofertas, y aunque no se puede negar que en sus comienzos hizo algunas películas que no enriquecen su currículo, también es verdad que demostró desde el primer momento un fino olfato cinematográfico, que la empujó a trabajar con directores respetables: Drove, Aranda o Bodegas. Con Eloy de la Iglesia hizo dos películas de éxito: La otra alcoba y La mujer del ministro. En la primera conoció al que sería su primer marido, el cantante Patxi Andión, con el que mantuvo una tormentosa relación que terminaría en divorcio. Después se relacionó afectiva y profesionalmente con el productor Elías Querejeta, con el que hizo una de sus mejores películas: “Mamá cumple cien años”, dirigida por Carlos Saura. Parecía que su carrera se encauzaba hacia el cine de mayor calidad, pero tuvo la desgracia de que se cruzara en su vida Favio Labarca, un empresario chileno que manejaba mucho dinero, al parecer relacionado con el tráfico de estupefacientes y que la empujó a la adicción a la heroína. La conocí por entonces, pocos meses después de su boda con Favio, celebrada en la exótica (por entonces) isla de Java, que tuvo amplio eco en el papel couché. Yo estaba preparando una película, “La reina del mate” y Eloy de la Iglesia me la recomendó para el papel protagonista. Amparo tenía entonces treinta años y me sorprendió por su inteligencia y su madurez. Sabía que estaba jugando con fuego, y mantenía una extraña relación de amor-odio con su marido, del que se separó poco después. Amparo era muy consciente de sus limitaciones como actriz, pero quería aprender y tuvo la suerte de contar con la colaboración de Cristina Rota, que trabajaba también en la película y se ocupó de trabajar con Amparo el papel. Creo que las dos hicieron un buen trabajo y Amparo, contra las predicciones de algunos colegas, sacó adelante la película. Tuvimos una buena relación durante el rodaje y al terminar me dijo que se había sentido como nunca y que iba a seguir estudiando con Cristina Rota. Pero sus buenos propósitos no duraron mucho: se reconcilió con Labarca y poco más de un año después fue detenida por la policía comprando heroína. Su carrera cinematográfica se vio interrumpida bruscamente y Amparo se dedicó a explotar los restos de su imagen en la prensa del corazón. Intentó por tercera vez el matrimonio, pero tampoco le duró y tres años después se divorciaba. Fueron años difíciles en los que Amparo salía constantemente en los papeles entre constantes especulaciones sobre su salud: se dijo que tenía sida, Parkinson y no sé cuantas cosas más, por si fueran poco sus problemas con las drogas. Pero, inesperadamente, en 1996 interpretó uno de los papeles principales de “Familia”, la primera película de Fernando León, muy bien acogida por la crítica, que destacó el trabajo de Amparo. El empujón le permitió reiniciar su carrera como actriz, aunque cinco años después, al filo de los cincuenta, su salud se resintió y tuvo que retirarse. La última vez que hablé con ella, después del estreno de “Familia”, la encontré muy animada. Me dijo que había cometido muchas equivocaciones en su vida pero que no se arrepentía de nada porque había vivido intensamente y que la irritaba mucho que la gente la compadeciera. Me gustó su entereza y quedamos en vernos algún día, pero ese día nunca llegó. Descanse en paz.