Túnez celebra el séptimo aniversario de la «Revolución del Jazmín» que derribó la odiosa y corrupta autocracia de Ben Alí con una fuerte ola de protestas, huelgas y movilizaciones contra los mismos problemas económicos que desencadenaron la revuelta de 2011.
El gobierno de Túnez -que ha aprobado unas duras políticas de austeridad bajo las imposiciones del FMI- ha respondido con una contundente violencia policial, deteniendo a unos 800 manifestantes.
«Nos han robado la revolución», se lamentaba ya en 2012 Youssef Salhi, un sindicalista tunecino que había participado apenas un año antes en la «Revuelta del Jazmín» -el levantamiento que derribó a Ben Alí y que fue la espoleta que desencadenó las «Primaveras Árabes» por todo el norte de África y Oriente Medio- ante la avalancha de recortes impuesta por el nuevo gobierno. Este luchador no lo sabía, pero tras la primavera de rebelión -transformada en una intervención hegemonista a gran escala de la cual Túnez era sólo el primer escenario- el invierno de decepción, carestía y falta de oportunidades que había traído la caída del tirano iba a durar muchos años más.
Enero de 2018. El ejecutivo de Yusef Chahed, resultante de la demolición controlada del régimen de Ben Alí -un gobierno de concentración que comprende centristas laicos, islamistas moderados e independientes- declara desafiante que no va a cambiar «ni una coma» de los presupuestos de 2018, a pesar de las manifestación de cientos de miles de tunecinos -indignados por las medidas de austeridad, el paro, la galopante inflación y las degradantes condiciones de vida de la mayoría- por la emblemática avenida Habib Bourguiba, en el centro de la capital. El panorama económico y social es esencialmente idéntico al que desencadenó la revuelta de 2011 y los tunecinos exigen -como entonces- justicia social.
Actualmente Túnez atraviesa por grandes dificultades económicas. El desempleo supera el 15%, llegando al 30% entre los jóvenes diplomados universitarios. El turismo, uno de los principales motores de la economía -representa el 8% del PIB- se desplomó tras las revueltas de 2011, pero su timida recuperación sufrió un golpe mortal tras los atentados de 2015 en Túnez capital y Port el Kantaoui. La inflación ha escalado hasta el 6,4% a finales de 2017 y el déficit comercial suma cifras récord.
Desde el inicio de la “transición de 2011 las huelgas generales no han dejado de sucederse. Las manifestaciones y protestas sociales van creciendo sin cesar desde hace un año -en 2017 hubo 10.000 protestas en Túnez, el doble que en 2015- pero se han recrudecido estos últimos meses con la entrada en vigor de unos presupuestos generales del Estado que atacan despiadadamente a las clases populares, y detrás de los cuales está nítidamente la sombra del Fondo Monetario Internacional. Impuesta por este organismo con sede en Washington -a cambio del crédito de 2.500 millones de euros concedido en 2016- la llamada «ley de Finanzas» del gobierno de Túnez incluye subidas de impuestos al comercio y a los ciudadanos, recortes, subidas de tarifas y productos básicos, junto a despidos de funcionarios, sin afectar apenas a las grandes fortunas ni al capital.«El panorama económico y social es esencialmente idéntico al que desencadenó la revuelta de 2011 y los tunecinos exigen -como entonces- justicia social»
Ante el desdén del Palacio de Gobierno (que tacha de «extremistas» y «delincuentes» a los manifestantes, en un lenguaje que recuerda cada vez más a Ben Alí), las protestas van tomando un cariz cada vez más violento, sobretodo desde que se cobraran su primer mártir, un hombre de 55 años víctima de la brutalidad policial.
El ejército ha sido desplegado en las ciudades donde se han registrado disturbios masivos y la represión de las fuerzas de seguridad ha arrestado a unas 800 personas -200 de ellos de edades comprendidas entre 15 y 20 años, y también a unos 120 activistas y líderes políticos y coordinadores de los movimientos sociales- e incluso a periodistas, en una campaña de intimidación que han denunciado diversas organizaciones locales e internacionales de defensa de los derechos humanos como Amnistía Internacional.
Las primaveras de 2011: un mundo árabe “maduro” para la intervención.
En agosto de 2010, un informe encargado por la administración Obama a los analistas de la inteligencia norteamericana para identificar probables focos de conflicto en Oriente Medio y el norte de África explicaba que un amplio conjunto de países en la zona «estaban maduros para la revuelta popular» -dado el creciente malestar de sus pueblos ante los odiosos y ultra-corruptos regímenes políticos- y recomendaba que Washington procediera con anticipación, provocando su recambio controlado.
Junto al Egipto de Hosni Mubarak, Túnez y la despótica autocracia de Zinedin Ben Alí ocupaban los primeros puestos de esa lista. Insoportables tasas de paro del 80%, miseria y condiciones de superexplotación de las masas, junto a un sistema político policíaco y podrido hasta la médula de corruptelas, nepotismo, sobornos y todo tipo de abusos. Un obsceno edificio de latrocinio institucional coronado por un dictador de facto, Ben Alí -que «ganó» todas las elecciones durante veinte años con el 99,9% de los votos- rodeado de escandalosos fastos de opulencia, y mantenido en el poder gracias a sus excelentes relaciones -y su plácida obediencia- con París y Washington.» En las «primaveras árabes» EEUU instrumentalizó la furia de los pueblos, derribando controladamente regímenes corruptos y opresivos, para sustituírlos por otros igualmente troquelados por Washington.»
El 17 de diciembre de 2010, Mohamed Bouazizi, un modesto vendedor ambulante de Sidi Bouzid, una ciudad enclavada en el marginado interior tunecino, se inmolaba «a lo bonzo» en señal de protesta por la situación desesperada y sin horizontes que, como a él, afecta a la mayoría de los jóvenes tunecinos. Era la mecha que le faltaba al barril de dinamita.
Lo que siguieron fueron enérgicas movilizaciones populares contra el régimen, conocidas como la «Revolución de los Jazmínes» que tras apenas un mes de violentas protestas y 338 muertos- acabaron con la huída el 14 de enero de 2011 de Ben Alí a Arabia Saudí. Un levantamiento que fue presentado ante la opinión pública mundial como una revuelta convocada a golpe de Facebook o Twitter.
Si bien la ola de ira e indignación del pueblo tunecino contra su odiado tirano fue completamente sincera y legítima, el comportamiento de los aparatos fundamentales del Estado tunecino no lo fue. Mucho se ha hablado del papel de las redes sociales en los Jazmines de Túnez -y luego en el resto de las Primaveras Árabes- para ocultar la importancia decisiva que ha tenido una tecnología mucho más antigua: los fusiles.
«El papel de los ejércitos, verdaderas prolongaciones de Washington en la zona, y no Facebook ha sido lo determinante. En cuanto Washington logró a través de sus múltiples canales de intervención e influencia que los militares, tras unos primeros momentos de vacilación, retiraran el apoyo a Ben Ali, a éste no les quedó más opción que abandonar», dijimos desde estas mismas páginas entonces.
Lo mismo pasó apenas unos meses después en las revueltas que llevaron a la defenestración de Hosni Mubarak en Egipto, donde las masivas protestas de la Plaza de Tahrir sólo consiguieron su objetivo cuando el Ejército egipcio -que lleva décadas siendo armado, entrenado y formado desde EEUU- se puso de parte de las exigencias populares, obligándole a abdicar.
Fue el segundo acto de unas «Primaveras Árabes» donde el hegemonismo norteamericano instrumentalizó la furia de los pueblos, permitiéndoles pilotar la caída de unos crecientemente inestables regímenes políticos, autoritarios e híper-corruptos, con el objetivo de sustituírlos por otros nuevas «democracias” limitadas y controladas, igualmente troqueladas e intervenidas por Washington.
En esa voladura anticipada de los regímenes de Ben Alí y Mubarak, el control «desde dentro» de los aparatos políticos -y sobre todo militares- de los Estados tunecino y egipcio, fue el elemento clave que les permitió hacerlo de forma rápida y “limpia”. Al tratar de extender las «primaveras» a países como Libia o Siria, cuyos regímenes eran impermeables a la intervención «desde dentro» de la superpotencia, no pudieron proceder de la misma manera, provocando dos sangrientas guerras que duran hasta hoy.
La independencia va unida a la libertad.
Lo dijimos entonces y lo afirmamos hoy. La libertad va unida a la independencia. El camino hacia una democracia real, que satisfaga las justas aspiraciones de libertad, justicia y bienestar de los pueblos árabes, no pueden llegar de la mano de una mayor intervención de Washington o de sus esbirros locales. Es imprescindible que los pueblos árabes -en Túnez o Egipto, en Siria o en Libia- puedan decidir su destino libremente. Ellos y solo ellos son los que tienen a los sátrapas locales, sin tener que cargar el pesado yugo que, como se ha demostrado, suponen las “democracias made in USA”.«El camino de libertad, justicia y bienestar que ansían los pueblos árabes no pueden llegar de la mano de la intervención de Washington.»
No partir de esta posición, no partir de desenmascarar y combatir las maniobras hegemonistas tras las revueltas de colores y los “jazmines”, sólo puede conducir a que -como en el Gatopardo de Lampedussa- “cambie todo, para que en realidad nada cambie”, que las primaveras den paso a largos inviernos de dominación y saqueo imperialista. A que el nuevo y “democrático” gobierno tunecino siga dócilmente las directrices de Washington a través del Fondo Monetario.
Es preciso partir de una clara posición antihegemonista por la independencia y la soberanía nacional, para que a luchadores como Youssef Salhi no les vuelvan a robar la revolución.