Viajes

Praga: la ciudad mágica

«Las ciudades -dice el escritor irlandés John Banville- ejercen una fascinación fuerte y extraña, pero ninguna más extraña ni más fuerte que el influjo de Praga en el corazón del viajero que siente añoranza, no de su lugar de origen sino de la ciudad a orillas del Moldava que ha dejado atrás».

Creo que lleva razón Banville cuando rechaza que la resuesta a esos interrogantes sea, simplemente, la tantas veces manida y reiterada “belleza” de Praga. “Se ha escrito mucho acerca de la belleza de Praga –dice–, pero no estoy seguro de que belleza sea el término adecuado que deba aplicarse a esta ciudad misteriosa, diversa, fantástica y absurda a orillas del Moldava, una de las tres capitales de la magia de Europa (las otras dos son Turín y Lyon). Aquí hay encanto, en efecto, pero un encanto apasionadamente contaminado”. Praga, en efecto, no se deja reducir a una colección de postales. No es un mera “pieza de museo milagrosamente conservada”. Como afirma el germanista italiano Angelo Maria Ripellino (“La Praga mágica”) “La coquetería de anticuario con la que finge haber quedado ya reducida, tan solo, a una naturaleza muerta –taciturna secuela de pasados esplendores, apagado paisaje en una bola de cristal–, no hace sino aumentar su maleficio. Se insinúa socarrona en el alma con embrujos y enigmas, cuya llave solo ella posee”. El viajero que llega a Praga, aunque sea como mero turista, acaba inevitablemente preso de esos hechizos y enfermo de nostalgia. Ripellino califica a la ciudad –lo que aparentemente parece un disparate– como “una provocadora, una libertina, una diablesa”. Bien mirado, acierta plenamente. La columna vertebral de Praga es sin duda el río Moldava, que la divide en dos, y los puentes que lo cruzan, que la reunen en una unidad diversa. En torno a uno de esos puentes creció la ciudad, núcleo comercial que enlazó durante siglos el norte germánico con el sur y el sureste europeo. Allí de forjó una ciudad que en 1355 acabaría convirtiéndose en la capital del Sacro Imperio Romano. El emperador Carlos IV la transformó en “la Roma del Norte”: remodeló enteramente la ciudad, inició las obras de la catedral de San Vito, creó la primera universidad de Europa central y derribó el viejo puente de madera para levantar uno de piedra, “el puente de Carlos”, la principal arteria de Praga y hoy todavía uno de sus mayores atractivos: como dice con ironía Banville, el lugar con más habitantes por metro cuadrado del planeta. El esplendor de esa Praga perduraría dos siglos y tendría su culminación a finales del siglo XVI con el emperador Rodolfo, protector de artes y letras, nigromante y hechicero, un monarca que reunió en su corte a científicos de la talla de Tycho Brahe y Kepler, pero también a un sinfín de embaucadores y estafadores de toda Europa que prometían el inmediato hallazgo de la piedra filosofal y del elixir de la vida. Ese ambiente “mágico” dejó una huella indeleble en la ciudad. Como la dejaron también Brahe y Kepler: subir a la torre astronómica del Clementinum, donde ambos trabajaron, y donde se conservan los instrumentos de medición que utilizaron, es un verdadero gozo. La Praga que vemos hoy, con los innumerables aditamentos dejados por la historia, es básicamente la que se gestó a finales del XIX y principios del siglo XX. Hasta 1850 Praga fue una ciudad alemana, compartida con checos y judíos, en el marco del Imperio austro-húngaro. Hacia 1900 era ya una ciudad de clara hegemonía eslava, pero con una minoría alemana muy poderosa e influyente y una comunidad judía muy boyante (entre ellos estaba la familia de Kafka). La convivencia no era fácil, pero sí fructífera, y relanzó la ciudad, que en 1918 (al final de la gran guerra, que supuso la destrucción del Imperio austro-húngaro) se convirtió en la capital de un nuevo Estado: Checoslovaquia. Tenía entonces ya alrededor de 700.000 habitantes. Ni la ocupación nazi (1938-1945) ni la dominación soviética (1948-1989) lograron “desnaturalizar” la ciudad, al menos, su impresionante “casco antiguo”, delimitado por cuatro barrios, dos a cada lado del Moldava. A la derecha están los barrios de la Ciudad Vieja y de la Ciudad Nueva (Staré Mesto y Nova Mesto). El reborde norte de Staré Mesto incluye Josefov, el viejo barrio judío, donde están emplazadas todavía hoy la Vieja y Nueva Sinagoga, la Sinagoga Española (sin duda, uno de los monumentos más bellos de Praga: levantada por los judíos expulsados de España, es un ejemplo de sincretismo arquitectónico, que incluye elementos de inspiración árabe y cristiana) y el impresionante cementerio judío, con sus cientos de lápidas desnudas. La comunidad judía es inseparable de la historia y de la fisonomía de Praga. Uno de los escenarios con mayor encanto de la ciudad es sin duda la Plaza de la Ciudad Vieja, con su célebre torre del reloj, las cúpulas de la iglesia rusa de San Nicolás o las sorprendentes torres de la iglesia de Thein. Praga es sin duda la “ciudad de las torres y las cúpulas”: cuenta con más de cien, que salpican toda la ciudad y prefilan su singular paisaje. Pero tan “importantes” como sus monumentos, sus iglesias, sus torres o sus museos, son sus calles (callejear por Praga es uno de los mayores placeres del visitante) y sus cente narios cafés (como el Savoy, el Kubista o el Louvre, donde se reunía un círculo filosófico al que acudía Kafka o donde Einstein tenía una tertulia los años en que fue profesor de física en la universidad de Praga). Kafka decía que en su época esos cafés eran “las catacumbas de los judíos”. En la margen izquierda del Moldava se yergue el imponente barrio de Hradcany, el legendario emplazamiento del Castillo (de nuevo, de inevitables resonancias kafkianas), en realidad una enorme “fortaleza” en cuyo interior están emplazadas desde la catedral gótica de San Vito hasta diversas dependencias del actual poder político de la República Checa. A sus pies despliega su melancólico encanto el barrio de Malá Strana (el Barrio Pequeño), en uno de cuyos rincones, a orillas del Moldava, está el reciente y recoleto museo dedicado a Kafka y que, en parte, es fruto del trabajo realizado por el COOB de Barcelona. Tanto Hradcany como Malá Strana están rodeados de los innumerables y magníficos parques y jardines que inundan Praga, y desde los cuales se goza de las fabulosas perspectivas que ofrecen el Moldava y sus puentes o el perfil irrepetible de la Ciudad Vieja. Claro que, para no dejarse arrastrar por la mirada vacía de la “postal”, uno debe intentar ponerse bajo la admonición de Joseph Sudek, el gran fotógrafo checo, cuya inquietante y clarividente visión de Praga es más ilustrativa que todas las guías turísticas de la ciudad. De la misma forma que es preferible sustituir todas esas guías por la lectura de “Imágenes de Praga” de John Banville (un libro sin fotos: las imágenes de las que habla son las de la memoria y el recuerdo, que son las que constituyen el verdadero trofeo del viajero que intenta arrancar a la ciudad visitada, no su pátina exterior, sino su misterio interior, su “alma”). Ciudad con historia, pero sin “poder” (al menos en los últimos cien años, lo que le ha permitido no “deformarse”), Praga es un misterio encantado que se convierte en nostalgia devoradora nada más abandonarla.El De Verdad digital también lo haces tú: Contribuye con la calidad del De Verdad digital puntuando este artículo y enviando tu comentario. 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