Cartas sátrapas desde el paisito

¿Pensarán vuesas mercedes que es labor fácil hacer que estalle un motín?

Al sátrapa Carlos, con quien mantengo una jugosa correspondencia.

¿Pensarán vuesas mercedes que es labor fácil hinchar un perro? (Quijote 2, Prólogo). Y de la misma forma digo yo…

En el verano de 2000 A.D. recibí en mi domicilio en Sestao (Vizcaya) una llamada telefónica de alguien que se me presentó como alcalde de Aranjuez. Me comunicó que la Corporación que él presidía había concedido al Foro Ermua el título de Amotinado Mayor, la máxima distinción honorífica del Real Sitio. Como secretario del Foro me cupo el inmenso honor de recoger el título y puse como condición a José María Cepeda, el alcalde, que me consiguiera en préstamo una capa de época o de lo contrario no aceptaría el premio. Sus servicios de protocolo removieron Madrid con Santiago y en los actos institucionales del las Fiestas del Motín del 2000 lucí más chulo que un ocho, como Amotinado Mayor que era, una capa española del XIX con esclavinas de plata y trasmudado a Tío Pedro, una de las figuras más arteramente olvidadas de la Historia española. Fueron mis quince minutos de gloria. 

Un autor de los llamados malditos mantiene que el golpe de Estado es obra de profesionales y que sólo profesionales pueden pararlo (Curzio Malaparte, Tecnica del colpo di Stato. Milano, 1948). Mucho antes, al frente del humorismo inglés, otro plumilla nos recuerda que todo filósofo -conspirador político, en este caso- sobre el que no ha pendido la amenaza de muerte no es digno ni del más mínimo crédito (Thomas de Quincey, Del asesinato considerado como una de las Bellas Artes, 1827). Ambos paradigmas los cubrió de sobra nuestro aguililla de hoy: Eugenio Eulalio de Palafox y Portocarrero (1773-1834), conde de Montijo o Tío Pedro, como es más conocido y como le llamaré a partir de ahora.

Godoy se arrebujó con unas alfombras que allí había, que más parecía galápago asustado que persona principal del Reyno.

Espiguemos a volapluma el retrato que historiadores de crédito han hecho de nuestro aguililla de hoy. El conde de Toreno nos dice que el Motín de Aranjuez fue obra del inquieto y bullicioso Conde del Montijo, cuyo nombre en adelante casi siempre estará mezclado con los ruidos y asonadas (ver op. cit. en mi artículo anterior). En la completísima noticia biográfica que nos da la página oficial de la Real Academia de la Historia se nos dice que era un joven libertino, culto y brillante. El historiador y teniente general del Ejército español Andrés Cassinello dice de él que fue miembro insigne de la nobleza y a la vez amigo y caudillo del pueblo al que arrastró en una y otra ocasión llegando a ser el embozado y decisivo «tío Pedro» del Motín de Aranjuez. Y por último: El acaudalado terrateniente Eugenio Palafox y Portocarrero, disfrazado de paleto y haciéndose llamar Tío Pedro, dirigió a la chusma en el golpe de Aranjuez (elmundo.es 1808 2 de mayo El Bicentenario). Hosti, Pedrín. Un camorrista leído y metrosexual que con cuatro trapos de ganapán montó la de dios es Cristo… ¡Cáspita! ¡Este tío es un crack, un sátrapa al que se le fue la pinza de todo lo que se metió! ¡¡Es uno de los nuestros!!

El Patín de Aranjuez

El palacio de Aranjuez fue una de las residencias de verano de la Familia Real española a la vez que lugar de refugio cuando la situación política aconsejaba poner tierra por medio y salir por patas de la Villa y Corte. En marzo de 1808 el valido Godoy se maliciaba las verdaderas intenciones de los “aliados” franceses tras la firma del Tratado de Fontainebleau y aconsejó a Carlos IV que la santa compaña borbónica (la Familia Real) se trasladara a Aranjuez, por si las moscas napoleónicas y por si estas se ponían en demasía impertinentes. El propósito de Godoy era que se siguiera viaje al sur para allí darse a la vela tomando la derrota de las Américas como lo había hecho poco tiempo antes la Familia Real portuguesa, que se había dado el piro a sus posesiones de Brasil. Por si las moscas, ya digo, y hasta que se aclararan las intenciones de la conjura que se traían entre manos los franceses.

Sueño, mi llorado conde de Montijo, que vuelvas del olvido y nos liberes. 

Los partidarios del príncipe Fernando se pusieron como motos con las movidas de Godoy y le llamaron de todo menos guapo: “gualdrapas”, “alicate”, “bocachanclas”, “hijo de la gran chingada” y otros dicterios que no repetiré por estar en horario infantil.

Los futuros amotinados, empero, tenían su punto de razón. Abandonar España dejando al Estado descabalado con un ejército invasor infestando el suelo patrio era traición de lesa majestad. Era ponérselo a güevo a Napoleón sin disparar un tiro. Todos sabían lo que haría Carlos IV en América: cazar micos en la selva (era grande aficionado a la caza y sólo dedicaba media hora diaria -documentado- a los asuntos de Estado) y su favorito Godoy rascándose la entrepierna debajo de una palmera pribando cocoslocos. Y, por contra, ellos, en el interior, aguantando estopa. ¡Y una eme pinchada en un palo!, se dijeron los conspiradores. ¿Pero quién debía dar la asonada? ¿El pueblo llano? ¿El ejército? Tamaño marrón lo despachó en un plisplás nuestro héroe de hoy.

La fértil vega del Tajo, que besa Aranjuez, era la huerta que surtía a diario de verdura a los habitantes de Madrid y no se podía contar con los arancetanos, los lugareños, pues bastante tenían con lo suyo cultivando la fresa y los espárragos trigueros (que aún hoy pueden degustarse en El Rana Verde y Casa Pablo, entre otros comederos famosos del lugar). De la soldadesca de Carlos IV ni hablamos, no estaba preparada para ruidos y asonadas como las protagonizadas por espadones del Ejército español, que tanta figuras de genio ha dado en posteriores tiempos. 

Importancia de las tabernas

El conde de Montijotenía tal pastizal que encendería los puros con billetes de quinientos pavos de existir en aquellos días. De los moraos. De los llamados Vino Landen, o como se diga. De corazón liberal y generoso no se cortaba un pelo aflojando la bolsa invitando a rondas de jarras de vino de pitarra a todo quisque, sin distinción de rango o clase social. El pueblo llano le adoraba, y, en una de sus francachelas, propuso a sus compinches de Madrid -chulapos y manolas- trasladar la parranda a Aranjuez donde estaban pasando unos diitas los reyes. Y allá que fue la alegre y desocupa tropilla para hacer turismo rural con los gastos pagos por tío Pedro. Carlos IV y su tour operator Godoy tenían las horas contadas.

En la noche del 17 de marzo de 1808 Montijo y sus conmilitones se lo estaban pasando pipa en tabernas y figones de Aranjuez -al tiempo que estropeando el descanso del pacífico vecindario- cuando de pronto sonó un petardo frente de la casa del valido Godoy (o tal vez un tiro, pues en esto hay discrepancias de los autores que sobre este caso escriben) y allá que fue la baska, de natural curiosa, para ver de qué iba la movida. Lo que en principio era un simple escrache degeneró -ya he dicho que los ánimos estaban bastante calentitos-, y, tras una buena ración de patadones y coces en la puerta, el personal entró a motrollón en la casa, talmente como agora pasa con el mocerío en la plaza de toros de Pamplona en el encierros de San Fermín. La turbamulta hizo sus diabluras astillando muebles y cascando la cristalería y vajilla fina, y, Godoy, ante el vocerío de tan inoportunos visitantes, intentó huir por una ventana pero le resultó imposible por lo que se refugió en un desván arrebujándose con unas alfombras que allí había, que más parecía galápago asustado que persona principal del Reyno. Noticioso Carlos IV del tumulto tiró un papel, que al punto hizo público, cesando a Godoy de sus cargos a la par que le agradecía los servicios prestados. Aquí podía haber acabado todo pero quia, el conde de Montijo, que era inquieto como una hiena, se dijo que, ya metidos en gastos, había que ir a por todas. Y así fue.

En la mañana del 19, Godoy, atacado por la gusa o por aliviar los esfínteres (o por ambas cosas a la vez), salió de su seguro refugio y los centinelas que guardaban la casa le echaron el guante. Bueh… allá que fue la pandi de bulliciosos amotinados al grito de “que rule la litrona, que no decaiga la fiesta”. Al cesado valido le arreciaron tal sarta de puñadas, trompadas y mojicones que de no haberle encerrado los guardias de corps en una mazmorra el tío entrega su alma al Señor, tal era la mala uva que se gastaron los indignados. Como es sabido ese mismo día Carlos IV abdicó aduciendo que ya estaba mayor y achacoso para aguantar revueltas y motines, y el golpe de Estado quedó perpetrado por un verdadero profesional según la definición de Malaparte.

El conde de Montijo hizo un pan como unas obleas entronizando a Fernando VII pero era lo que tenía a mano. No entraré en ello. Desde jovencito no renunció a la doble y guasona militancia de católico y masón (¡el tío morro, el muy sátrapa!) culminando su hilarante carrera política como Gran Maestro del Gran Logia Nacional de España (1817-1818). Fue perseguido por la Inquisición y acusado de conspirador por los liberales de las Cortes de Cádiz, y, por tanto, le cupo el inmenso honor de ser el canastillo de las obleas de todo pichichi.

Tomando en préstamo un verso que Iñaki Ezkerra, compañero mío del Foro Ermua, dedicó a la batalla de Luchana, en la que Espartero levantó el sitio carlista a Bilbao en las navidades de 1836 (“Sueño, mi general, que vuelvas de la muerte y nos liberes”), digo: Sueño, mi llorado conde de Montijo, que vuelvas del olvido y nos liberes. De la molicie y estulticia política que agora y siempre aguantamos con alegre estoicismo los españoles, culmino.