No es un simple farol, ni una negociación agresiva para que el Kremlin -partiendo de una postura de máximos- vaya consiguiendo concesiones. La posibilidad de que Rusia, que desde hace unas semanas mantiene más de 100.000 soldados cerca de la frontera del este de Ucrania, inicie una operación militar en este país, es real. La sombra de la guerra se cierne sobre Ucrania.
Desde la firma de unos acuerdos de Minsk (2015) entre Rusia y Ucrania que siempre fueron frágiles, nunca como hasta ahora la tensión había llegado a unos niveles tan prebélicos. Durante todo este tiempo, el Kremlin y los diferentes gobiernos ucranios -siempre respaldados por Washington y la OTAN- nunca han dejado de enseñarse los dientes, pero siempre de forma contenida. Ahora el peligro de una invasión rusa es tangible.
Todo empezó con una revolución de colores instigada por EEUU, en este caso, la llamada «revolución naranja» de 2004 que acabó desembocando en el «Euromaidan» de 2014. En febrero de aquel año, el corrupto y pro-ruso presidente Viktor Yanukovich huía del palacio presidencial en Kiev y un gobierno pro-occidental asumía el poder. A lo largo de más de una década e invirtiendo más de 5.000 millones de dólares en intervenir y cooptar diferentes facciones de la sociedad civil -desde organizaciones moderadas a grupos paramilitares de extrema derecha- la superpotencia norteamericana había preparado un «golpe de Estado blando» para cambiar el alineamiento de Ucrania, un pivote geopolítico. Con Kiev de vuelta en su glacis, Moscú podría volver a soñar con ser una gran potencia euroasiática; con Ucrania en manos de la OTAN, Rusia se debe resignar a tener permanentemente «el enemigo a las puertas» y a ser una potencia meramente asiática.
Poco después del Maidán, el oso del Kremlin daba su zarpazo, interviniendo sobre las regiones del este de Ucrania, de mayoría pro-rusas. Tras organizar un referéndum de escasa credibilidad, Putin ordenaba la invasión de la península de Crimea -clave para el control naval del Mar Negro y la salida al Mediterráneo- y estallaba la guerra del Donbás en las regiones más orientales de Ucrania donde vive una mayoría rusófona. Un año después, en febrero de 2015, se firmaban los acuerdos de Minsk, rotos permanentemente por escaramuzas de baja intensidad.
Desde hace meses, la tensa calma en la zona ha ido degenerando más y más. Con la llegada de Biden a la Casa Blanca -más hostil hacia Rusia de lo que lo fue Trump-, los conflictos en las fronteras orientales de Europa han subido de intensidad: en la frontera de Bielorrusia con Polonia, en la de Rusia con las repúblicas bálticas… y también en las provincias de Donetsk y Luhansk y en las cercanías de la península de Crimea, al este de Ucrania. A finales de noviembre, Kiev alertaba que Rusia estaba concentrando enormes cantidades de tropas -entre 100 y 175 mil soldados, además de gran cantidad de blindados y artillería- cerca de sus fronteras.
La OTAN y la OSCE -organizaciones vinculadas a Washington- han advertido que Europa afronta el mayor riesgo de guerra en 30 años. “La concentración militar de Rusia continúa alrededor de Ucrania y va acompañada de un discurso amenazador de Moscú si sus demandas no son aceptadas. Sin embargo, son inaceptables y el riesgo de un nuevo conflicto es real”, ha dicho el secretario general de la Alianza Atlántica, Jens Stoltenberg. EEUU -aunque sin aportar pruebas sólidas- ha advertido además de que Rusia podría estar preparando un ataque «de falsa bandera» -organizado contra sus propias tropas en el este de Ucrania- para tener un pretexto para invadir las provincias de Donetsk y Luhansk, anexionándoselas después como hizo con Crimea por la vía de los hechos consumados.
Acusaciones que tienen lugar el mismo día en que el Gobierno de Kiev denunció un ciberataque a gran escala contra los sistemas informáticos de varios ministerios. El ciberataque -detrás del que se sospecha que está Moscú, y que tiene un claro estilo socialfascista brezneviano- colgó durante horas mensajes amenazantes en esas páginas instando a los ucranianos a “tener miedo y esperar lo peor”.
Todo ello tiene lugar en una semana en las que las negociaciones entre Rusia, EEUU y la OTAN parecen haber encallado en un punto muerto. El Kremlin exige a Washington y a su Alianza que pongan fin a la expansión de la OTAN hacia el este -volviendo a sus fronteras de 1997, justo antes de la inclusión de Polonia, los países bálticos y otras naciones de Europa del este- y que ofrezca garantías de que Ucrania nunca se integrará en la Alianza Atlántica. Algo que Washington se niega a aceptar bajo ningún concepto.
Sin embargo, en caso de que finalmente Moscú pasara de las amenazas a los hechos, no está claro cuál va ser el grado de respuesta de EEUU y sus aliados, más allá del endurecimiento de las sanciones económicas y comerciales. “Ucrania no es un aliado, pero es un socio valioso”, ha dicho Stoltenberg. En caso de agresión bélica, los Estados miembros de la OTAN no están obligados a responder militarmente, aunque sí se produciría un apoyo -en material y suministros- a Ucrania que podría alimentar una escalada en la zona que elevase aún más la temperatura del conflicto, amenazando con una conflagración internacional de límites desconocidos.