La reciente reunión de los presidentes de EEUU y China, Barack Obama y Xi Jinping en California, apenas despertó interés en Rusia.
Las convulsiones en Turquía y en Oriente Próximo, el desarrollo de las relaciones ruso-estadounidenses, así como los numerosos acontecimientos en la política interior del país parecen más relevantes. Pero el rumbo de las relaciones entre China y EEUU es uno de los procesos más importantes para el futuro de Rusia.
El formato de la reunión no puede sino atraer una atención especial. Fueron las primeras discusiones así de prolongadas, libres además de todo protocolo, entre Washington y Pekín desde hace mucho tiempo. Más bien, desde los tiempos de la famosa diplomacia de Henry Kissinger de hace más de cuarenta años, que se coronó con el establecimiento de una cooperación entre China y EEUU y el triunfo de éste a raíz de la Guerra Fría. Ahora también se habla de unas nuevas relaciones estratégicas. ¿Es cierto que son posibles? ¿En qué pueden consistir?
China ha sido una “espacio en blanco” en el mapa político de Obama. No porque la ignorara, sino por los resultados de sus acciones. La visita del presidente estadounidense a Pekín a principios de su primer mandato fue uno de los peores fracasos. Los colegas chinos lograron entonces disipar el mito de Barack Obama como líder único, acogiéndole como a uno más entre los presidentes de EEUU. El efecto de la visita fue neutralizado, mientras que Obama esperaba fijar con ella una nueva fase de las relaciones bilaterales. A partir de ahí el dueño de la Casa Blanca, quien se mostraba como un amante de la paz en las demás regiones asiáticas, escogió un carácter más bien ofensivo con China. Pekín se alarmó cuando Washington anunció su giro hacia Asia, lo que significó el traslado del peso político-militar a esta región (léase, contra China). Parece una paradoja, pero para China Obama resultó ser un socio mucho más agresivo que su predecesor George W. Bush, aunque para la mayoría de los gobiernos fue todo lo contrario. Bush empezó como un jefe de Estado con ideas antichinas, pero terminó como uno de los más prochinos. La simbiosis económica de los dos países, que se reveló con mayor fuerza en la época de Bush, requería andarse con mucha precaución. El principal arquitecto de la política estadounidense respecto a Pekín entonces no fue el secretario de Defensa, ni el del Departamento de Estado, sino el secretario de Tesoro: Paulson. Fue él quien guió el diálogo estratégico en la esfera de la economía y de finanzas.
En la época de Obama se mezcló todo. La interdependencia se mantiene, pero la crisis mundial le añade nuevos matices: ahora las dos partes la perciben no como un bien, sino como un agobio que quisieran quitarse de encima, pero es imposible. EEUU está buscando maneras de asegurarse un nuevo liderazgo, Obama está seguro de que los métodos viejos ya no sirven. El papel de China en el mundo del futuro aun no está claro. Todos esperan que sea muy grande, que hasta pueda aspirar a un predominio mundial. Sin embargo, la mayoría de comentaristas coinciden también en que la hegemonía mundial, en primer lugar, no encaja con las tradiciones de China. Y en segundo lugar requiere un potencial del que China carecerá: es imposible sin una ideología universal que puedan asimilar los demás. Esta última condición es de suma importancia, ya que la influencia ideológica de China puede funcionar eficazmente sólo en su área cultural, en Asia Oriental y Sudoriental. Por lo tanto, Pekín no puede lanzar un reto ideológico a Occidente ni en Europa, ni en América Latina, ni siquiera en Eurasia.
Esto no quiere decir que no vaya a haber un enfrentamiento entre China y EEUU. Asia es una región clave del mundo actual, de los acontecimientos allí van a depender en buena medida las posibles vías del desarrollo global. Y por eso la colisión de intereses –y China tiene todo derecho a contrarrestarla– puede acarrear una tensión a escala global. Quiero decir que si China se opone a la presencia estadounidense en Asia, EEUU puede intentar presionar con sus intereses en otras partes del mundo.
A la luz de una creciente inestabilidad, las dos potencias se sienten vulnerables, pero de manera diferente. China se preocupa, y mucho, por los acontecimientos turbulentos, pues no está aislado políticamente; y en lo que a la economía se refiere depende totalmente de los mercados externos. EEUU está tanteando las posibilidades de reducir su grado de participación en procesos mundiales para concentrarse en problemas internos, pero al mismo tiempo no quiere perderse los principales procesos del marco global. En la conciencia política estadounidense está formándose una sensación de que el Estado lleva una carga excesiva de la que tiene que librarse ya. La situación se agrava por el carácter impredecible de los eventos en todo el mundo, nadie sabe qué va a ocurrir después.
Es poco probable que las largas negociaciones entre Obama y Xi marquen un drástico cambio en las relaciones: unas relaciones fundamentales y duraderas entre los dos países en las condiciones actuales son objetivamente imposibles. Más bien se trata de una tregua, de un intento de minimizar los riesgos. Las dos partes se dan cuenta de éstos, y por lo tanto suponen que en esta etapa no cabe agravar la situación. Cuánto durará esta etapa, no se sabe. Las elecciones de 2016 serán una prueba para la política estadounidense: lo más probable es que los candidatos proclamen ideas diametralmente opuestas acerca del ulterior rumbo de EEUU en el mundo, y por lo tanto, de las relaciones con China. Pero por ahora, para los tres años siguientes, se puede probar lo que en los tiempos de la guerra fría llamaban una “coexistencia pacífica”.