Se suceden dos semanas de protestas masivas y duros enfrentamientos entre antidisturbios y manifestantes en Georgia, desencadenadas por la decisión del nuevo Gobierno de los prorusos de Sueño Georgiano de suspender las negociaciones de adhesión a la Unión Europea.
«No podemos cambiar a Rusia. Sería mejor cambiarnos a nosotros mismos». Son las palabras del oligarca georgiano Bidzina Ivanishvili, el hombre más rico del país y fundador del partido Sueño Georgiano, ganador de las últimas elecciones, unos comicios también bajo sospecha. La oposición y la presidenta (prooccidental), Salomé Zourabichvili, acusaron a Rusia de amañar las recientes elecciones de octubre para mantener en el poder Sueño Georgiano, afín a Moscú.
Las palabras descaradamente vendepatrias de Ivanishvili expresan la posición de buena parte de las élites económicas georgianas, vinculadas a Moscú y su capital monopolista, y dispuestas a plegarse ante las imposiciones de un Kremlin que muestra cada vez más a las claras su proyecto imperialista, que pasa por reestablecer una zona exclusiva de influencia en un perímetro equivalente al de la antigua URSS: quitando las Repúblicas Bálticas, Rusia, Bielorrusia, Ucrania y los estados exsoviéticos del Cáucaso y el Asia Central, incluida naturalmente Georgia en ese «patio trasero» que reclama Moscú. Usando para cohesionar su nuevo imperio la amenaza de la fuerza militar. Una agresiva zarpa bélica rusa que Georgia ya probó en 2008, cuando el oso ruso arrancó y satelizó las repúblicas prorrusas de Osetia del Sur y Abjasia.
A diferencia de las élites oligárquicas prorrusas, buena parte de las masas ucranianas aspiran a escapar del gélido glacis de su autoritario y brutal vecino del norte impulsando el ingreso de Georgia en la Unión Europea. La decisión de Sueño Georgiano de suspender hasta 2028 las negociaciones de ingreso han desencadenado unas protestas y una represión que llevan ya cerca de 400 detenidos y más de 100 personas han sido atendidas por lesiones.