Conocí a Francisco Nieva en 1973, cuando Ángel Facio y la aguerrida troupe de Los Goliardos preparaban su retorno a la escena con «La boda de los pequeños burgueses», una adaptación libérrima de la obra de Bertold Brecht con la que habían atravesado gran parte de España trabajando para lo que entonces se llamaban circuitos independientes. La obra, uno de los mejores trabajos de Angel Facio, necesitaba mejorar la modesta escenografía con la que trabajábamos y Paco, que ya era entonces considerado por muchos el mejor escenógrafo español, con una generosidad sorprendente, se ofreció a ayudarnos.
Yo había seguido con admiración su carrera desde que estrenó “El rey se muere”, de Ionesco, en el María Guerrero, y después en sus montajes con Marsillach, “Después de la caída” de Miller, y sobre todo un extraordinario trabajo de luz, vestuario y atrezzo en el “Pigmalión” de Shaw. Siguió colaborando con José Luis Alonso Mañas en los teatros nacionales y se consagró, sobre todo para los jóvenes que empezábamos, con el “Marat-Sade” de Weiss que dirigió Marsillach en 1968.
Mientras preparábamos los arreglos del decorado pude charlar largamente con él. Paco ha sido siempre un conversador extraordinario, con gran sentido del humor, y una erudición pasmosa. Había vivido mucho tiempo en Francia y en Italia y le torturé con infinitas preguntas sobre el teatro del absurdo, que entonces me atraía. A Paco le gustaba sobre todo Genet, que le apasionaba. Me habló también de su descubrimiento de Artaud y me dijo que este había sido su mayor fuente de inspiración a la hora de escribir.
Me quedé sorprendido al saber que tenía escritas una treintena de obras, Se las había pasado a José Luis Alonso, a Collado y a otros directores y ninguno se había interesado. Me regaló su única obra publicada, “Tórtolas, crepúsculo y…telón”, que acababa de salir en la colección de Escélicer, y esa misma noche me la leí de un tirón. Me pareció una obra excelente, con un desparpajo verbal que no se encontraba en el teatro habitual, y además con una teatralidad que rompía con los cánones.
Francisco Nieva tenía entonces 45 años y acababa de publicar su primera obra, pero en la España franquista, la censura seguía haciendo de las suyas y el erotismo y el descaro de los textos de Nieva asustaban a los empresarios. Paco, que no se resignaba, hizo un par de incursiones con grupos independientes, pero se lo tomaba con paciencia. Pérez Coterillo, en el prólogo a su Teatro Furioso, recoge estas palabras: “Venir a España hace diez años con la cabeza llena de Wilde-Bataille-Jarry-Artaud-Genet era venir pidiendo un puesto en la prisión de Carabanchel”.
La muerte del Dictador rompió las cadenas que impedían la libertad de expresión y los nuevos tiempos parecían prometedores para un teatro renovador estética y políticamente, pero lo que de verdad tuvo éxito fue lo que se dio en llamar “el destape”. El público demandaba libertad erótica por encima de todo. Y curiosamente, esa vertiente erótica del teatro de Nieva le abrió la puerta de los grandes escenarios. José Luis Alonso Mañas convenció a Antonio Redondo de que la obra de Paco podía ofrecer un erotismo culto, refinado, y de calidad literaria, y así, en 1976, cuando la fachenda franquista no se había quitado aún el luto, su “Teatro Furioso” fue la sensación de la temporada. Un éxito tremendo de público que llenaba diariamente el teatro Fígaro, para escuchar el verbo prodigioso de Nieva y ver aparecer a la Venus Calipigia desnuda en todo su espléndido esplendor.
Y de la noche a la mañana, Nieva se convierte en el autor de éxito del momento, un momento que dura media docena de años, los de la UCD, durante los que estrena algunas de sus mejores obras: “ Coronada y sus hijas”; “Coronada y el toro”; “Sombra y quimera de Larra”, “El rayo colgado”, aunque su mayor éxito es con la adaptación de “Los baños de Argel” de Cervantes, que levanta ampollas por su “exceso de gasto” y que quizá le marque políticamente. A pesar de la euforia del éxito, Nieva es consciente de que su teatro no va a encontrar acomodo fácil en el teatro comercial, y sus estrenos se suceden en los teatros oficiales, hasta que se anima a dar el paso y presenta, creo que fue en el Bellas Artes, “La señora Tártara”, un esfuerzo colectivo para el que cuenta nada menos que con el gran William Layton en la dirección y con Arnold Taraborelli en la coreografía. La obra se defendió en taquilla pero muy lejos de los resultados del Teatro Furioso, y la crítica, que se había dividido en 1976, en 1980 se muestra bastante escéptica. Paco se disgustó un tanto, y recuerdo que me dijo: “Ha sido un error. Esta obra la acabo de escribir y mis textos necesitan mucho reposo”.
A partir de 1982 la estrella de Nieva declina. Los empresarios siguen sin interesarse por su teatro, y desde la llegada de los socialistas parece que se le cierran las puertas de los teatros oficiales, aunque le encargan algunas adaptaciones , pero no vuelve a estrenar obra propia hasta que decide montar su propia compañía, que empieza con una adaptación del clásico “Tirante el Blanco”, a la que siguen varios montajes modestos de pequeño formato. Tras el fracaso de “Los españoles bajo tierra”, que a mí me parece una de sus mejores obras, tira la toalla y deja casi de escribir para el teatro. En una entrevista con Rosana Torres en El País, en 1987, comenta con amargura: “Quizá el PSOE traía bajo el brazo un programa de política cultural y personas como yo no encajábamos en sus proyectos … “. En 1992 reconoce dolorosamente, en una entrevista con Enrique Centeno: “Entre mi teatro y el público no se han acortado distancias”.
Durante los 90 sus esfuerzos se encaminan hacia la narrativa y deja de dirigir. “Si me quieren dirigir otros, que lo hagan, pero yo ya no tengo interés “, comenta una y otra vez. Con el fin del felipismo la estrella de Nieva vuelve a lucir, es el momento del reconocimiento institucional: entra en la Real Academia, recibe el Príncipe de Asturias y otros homenajes, y se refleja también en el teatro con el montaje de dos de sus obras más importantes, “Pelo de tormenta” a cargo de Pérez de la Fuente, y “Nosferatu”, con dirección de Guillermo Heras, pero su presencia en la cartelera se va disipando. En 2011 estrena por fin “Tórtolas…” y recibe el Premio Valle-Inclán. Y en el 2014 estrena su última pieza: “Salvatore Rosa”, un texto del 88, que transparenta su decepción por el teatro al uso: “El realismo es una grosería… (…) ¿A quién le interesa el realismo?”. Una sentencia equívoca y contradictoria, como suele ocurrir con los grandes artistas. Años antes Francisco Nieva, más joven y animoso, defendía su obra diciendo: “Mi teatro es un reflejo de aquello que amo o que me irrita… Es un teatro profundamente realista… Existe una realidad sociopolítica que al final se puede reconocer en mi teatro” y añade que su teatro combate “a los seres inauténticos, a los falsos valores. Hay gentes que viven una vida falsa en todas partes”.
Yo me quedo con estas declaraciones, porque creo que el teatro de Nieva, tildado muchas veces de irracionalista, de cosmopolita, de frívolo, es por el contrario fruto de una mezcla de reflexión crítica y retortijón intestinal que enfrenta a una España que no quiere mirarse, y Nieva, como Valle, les ofrece un espejo deformado al que asomarse riendo, aunque me temo que ni por esas.