El president Mas aseguró ayer que se sentía «atónito» y «estupefacto» de que dos meses después del 9-N no haya todavía acuerdo con ERC para unas elecciones plebiscitarias encaminadas a conseguir la independencia.
Mas allá de una lectura equivocada del 9-N como aval al procés -que la última encuesta del CEO no confirma-, lo que realmente deja «estupefacto» es la contenida indignación que revelan las palabras presidenciales. En su magna conferencia del 25 de noviembre, Artur Mas propuso unas elecciones plebiscitarias con lista única independentista y la práctica suspensión del papel de los partidos -por la excepcionalidad del momento- en los próximos 18 meses. Con el sobreentendido de que esta lista única se refería a ERC pero no a las CUP, que ya sabía (y tampoco parecía interesarle) que no se sumaría.
Claro que Mas podía hacer esta propuesta en nombre de Convergència (no sé si de Unió) sin pedir opinión a nadie de su partido porque -el modelo pujolista obliga- manda absolutamente sobre él. Lo extraño, y lo que realmente deja pasmado al observador, es que lanzara la audaz iniciativa -que implica que Esquerra renuncia a presentarse a las elecciones en un momento dulce- con unos argumentos discutibles y sin haberlo consultado antes.
Un pacto sin precedentes
Si quieres un pacto, casi sin precedentes en cualquier democracia, por el que un partido competidor renuncia a presentarse y se integra en una lista manejada por ti y por terceros, lo más elemental es negociarlo antes de hacerlo público. En las democracias ningún partido se atreve a marcar a otro la hoja de ruta. Y las estrategias comunes se negocian (dejando pelos en la gatera) pero no se dictan las cláusulas públicamente como si se tratara de un edicto napoleónico. Por poner un ejemplo, Mitterrand lo hizo así con el Partido Comunista Francés cuando la candidatura que le llevó a la presidencia en 1981.
Pero si Artur Mas no lo hizo -no negoció nada previamente con Oriol Junqueras– sino que lanzó públicamente su propuesta, solo caben tres posibles hipótesis. La primera es que creía que después del 9-N tenía una autoridad moral sobre Catalunya y el independentismo de carácter casi napoleónico. En el pujolismo siempre latió la creencia de que fuera de Convergència -en la práctica, fuera de la disciplina de Jordi Pujol– nadie interpretaba correctamente lo que convenía a Catalunya.
Esta explicación parece ganar verosimilitud cuando se observa el desparpajo con el que el masismo ha hablado estos días de «lista de país». ¿Es que los afiliados y votantes de Iniciativa, el PSC, el PPC, Ciutadans y ahora Podemos no son del país? ¿Es que son de segunda división? ¡Pero quién demonios tiene derecho a dividir a los catalanes en buenos o malos, o de primera o de segunda, en función de su credo soberanista! La última encuesta del Centre d’Estudis d’Opinió dice que el 45,3% de los ciudadanos (contra el 44,5%) no quiere un Estado independiente. ¿Por qué el 44,4% son de «país» y el 45,3% son catalanes pero no de «país»? Realmente, eso sí deja estupefacto.
La segunda hipótesis es que el president creyera que la presión del potente agit-prop proconvergente y de los movimientos de masas como la ANC y Òmnium Cultural, que tienen algo más de 100.000 militantes pero han demostrado una gran capacidad de movilización, sería tan fuerte que obligaría a Junqueras a plegarse a sus directrices. Quizá a eso obedezcan las críticas de ayer de Mas a ERC. Es un planteamiento posible, pero que inevitablemente no puede sino reavivar todos los recelos.
La tercera explicación es que sólo se quieren las elecciones si el independentismo (rebautizado como la «nueva centralidad» catalanista) se somete al liderazgo de Artur Mas. Ya el pujolismo venía a predicar que, fuera del perímetro de CDC (o de CiU), el catalanismo caía en el error y/o en la ineficacia.