La sala de lo penal del Tribunal Supremo, de mayoría conservadora, ha bloqueado la aplicación de la Ley de Amnistía, que no podrá ser aplicada para Puigdemont, al considerar que malversó caudales públicos durante el procés.
Más allá de lo que se considere sobre Puigdemont y los líderes del procés, y sobre el uso del dinero público en los días del 1-O y de la DUI, es evidente que estamos ante el enésimo posicionamiento político de una parte de la magistratura, que trata de torpedear la política del gobierno, aprobada por la mayoría parlamentaria.
No es simple lucha de partidos. Es pura lucha de clases.
Una de las máximas del marxismo es que «la lucha de clases -la lucha por el poder político para apropiarse de los excedentes de producción, de la riqueza- lo recorre todo». Determina la economía, la producción y determina hasta el precio de los tomates en el supermercado. Determina a la información y el conocimiento, el arte, las ideas y hasta los sentimientos. Determina la política y la diplomacia, la guerra y la paz ¿Cómo no va a ser determinante en uno de los principales aparatos del Estado, el poder judicial?
Nos presentan los cinco años de bloqueo en la renovación del Consejo General del Poder Judicial, ahora al fin resuelto, como la eterna pugna entre el PSOE y el PP por controlar la justicia.
Sí, estos son los actores, pero detrás de esa feroz batalla hay mucho más: hay pura lucha de clases.
Nos presentan las imputaciones de la esposa del presidente del Gobierno, Begoña Gómez, por el juez Juan Carlos Peinado, como parte de las tramas de la «fachosfera» y la «máquina de fango» de la derecha y la ultraderecha por socavar al gobierno de coalición y acortar la legislatura.
Sí, existen las cloacas mediáticas y el lawfare. Pero detrás de estas maniobras hay mucho más.
Lo que hay es pura y feroz lucha de clases.
Es lucha de clases la grabación, hecha pública estos días en los medios de comunicacíón, en la que se puede escuchar al magistrado Joaquín Aguirre, titular del juzgado de instrucción número 1 de Barcelona, y que instruye la conocida como trama rusa del procés, al que se le oye decir en unos audios: «Esto será la tumba [del gobierno]. Sí lo será. Al gobierno le quedan dos telediarios alemanes. Dos. Y ya está. A tomar por culo. Entonces, hay gente que se está posicionando ya. Ha tomado partido, y el partido soy yo.». No es un lobo solitario. Es lucha de clases.
También es pura lucha de clases las decisiones de la sala de lo penal del Tribunal Supremo de ratificar las condenas a tres años y medio de prisión a las seis sindicalistas de la Suiza, en lo que significa un severo aviso a los luchadores obreros de toda España, y un ataque a la libertad sindical en España.
Una sentencia que tiene lugar la misma semana que una jueza ha absuelto al fascista Miguel Frontera, el ultra que durante siete meses, casi a diario, acosó a Pablo Iglesias e Irene Montero en la puerta de su casa. Tras doscientos días de insultos y amenazas, la magistrada ha dictaminado que no había suficientes pruebas que indicaran que Frontera tuviera la intención de «vigilar o buscar cercanía física» con la pareja. No es miopía. También esta infamia es pura lucha de clases.
Como es lucha de clases que el Tribunal Constitucional anulase la condena por malversación a un ex alto cargo de la Junta de Andalucía por el caso de los ERE, abriendo la puerta a las excarcelaciones, desautorizando a la Audiencia de Sevilla y al Tribunal Supremo, que habían emitido una condena en firme.
Nunca como hasta ahora el poder judicial había sido el ruidoso campo de batalla en el que ahora mismo se ha convertido. Cada semana conocemos una nueva pugna entre jueces y partidos políticos, entre magistrados y fiscales, o entre tribunales contrarios.
La última y sonora refriega de lucha de clases en el terreno judicial se está librando en torno a la aplicación de la Ley de Amnistía, uno de los puntos más sensibles de la política del gobierno sobre la que está edificada buena parte de la gobernabilidad en la mitad de la legislatura.
La aplastante mayoría conservadora en la Sala de lo Penal, presidida por Manuel Marchena, ha bloqueado la aplicación de la amnistía para los principales líderes independentistas. El PP se aferra al Tribunal Supremo para intentar torpedear al gobierno, mientras que el PSOE se aferra al Tribunal Constitucional, con mayoría progresista desde la última renovación, que tendrá la última palabra ante los más que previsibles recursos de amparo de los afectados contra la decisión del Supremo.
Este choque de poderes va mucho más allá de la feroz pugna entre Ferraz y Génova.
Por más que durante el mandato del actual gobierno de coalición de PSOE y Sumar, los bancos, monopolios y capital extranjero hayan tenido récords de beneficios, perpetrando un brutal atraco financiero y monopolista contra el conjunto de la población y empobreciendo al 90%; por más que el gobierno de Pedro Sánchez esté férreamente alineado con los centros de poder imperialistas -con Washington o con Berlín y Bruselas- acatando las líneas rojas y obedeciendo las directrices que marcan el FMI, la Comisión Europea o la OTAN… se trata de un gobierno que mantiene un grado de influencia del viento popular, un grado de influencia que le obliga a hacer contínuas concesiones a la mayoría social progresista, poniendo límites y frenos al avance del proyecto de saqueo al 90%.
Todo el ruido y bronca política de la derecha política, mediática y judicial no sólo busca torpedear, socavar y hacer caer al actuai gobierno de coalición, sino limitar todo lo posible la influencia del viento popular en él, zarandeándole y creándole el máximo de dificultades. Porque un gobierno débil es un gobierno al que se le pueden imponer más fácilmente los dictados de la oligarquía financiera y del capital extranjero, y los mandatos de Washington o de Bruselas.
Este es el objetivo último de los feroces ataques que se lanzan contra el gobierno, y que tienen en el plano judicial uno de los más violentos escenarios.
Una batalla judicial que no sólo es una simple lucha de partidos. Es pura lucha de clases.