Finalmente se ha despejado la incógnita. Las elecciones norteamericanas han ungido como ganador a Donald Trump, que será investido como cuadragésimo séptimo presidente de los Estados Unidos de América el lunes 20 de enero de 2025, justo cuatro años después de que una violenta turba de trumpistas -previamente jaleados por su líder- tomara al asalto el Capitolio.
Trump ha ganado unas elecciones extraordinariamente reñidas, donde todos los sondeos mostraban un inescrutable empate, sacando una ventaja de cuatro millones de votos sobre su rival, Kamala Harris. Pero no lo ha hecho a lomos de una ola de votos conservadores, sino sobre casi los mismos sufragios (algo más de 74 millones de votos) que obtuvo en 2020. La diferencia es que los demócratas han perdido la friolera de 10 millones de apoyos.
Tras enfrentarse a un viacrucis judicial -por su implicación en la toma golpista del Capitolio o en las presiones para hacer pucherazo en Georgia en las anteriores elecciones, por sustraer documentos de alto secreto de la Casa Blanca, por innumerables delitos económicos- y tras haber sido condenado por 34 delitos penales por el pago del silencio de la actriz porno Stormy Daniels, Trump no sólo no irá a la cárcel y se irá de rositas, sino que volverá a la Casa Blanca investido de un enorme poder, más que sus predecesores o que él mismo en su primer mandato.
Trump seguramente va a poder gobernar sin cortapisas legislativas o judiciales. Los republicanos controlan el Senado, seguramente logren el control del Congreso, y la Corte Suprema de los EEUU tiene supermayoría conservadora gracias precisamente a los jueces que el mismo magnate nombró.
Nadie puede decir que el retorno de Trump a la Casa Blanca sea una sorpresa. Pero no por ello es un acontecimiento menos impactante. Se trata de un seísmo para EEUU y para todo el planeta, pues supone un viraje en la cabeza de la superpotencia norteamericana.
Entre el anuncio de la victoria de Trump, su toma de posesión y el primer despliegue de sus políticas se abre un periodo de incertidumbre, donde habrá que ser cautos en investigar y comprender en qué va a consistir en concreto el «trumpismo 2.0».
Pero Trump y su línea no nos son desconocidos. Ya los hemos saboreado durante cuatro años. Así que hay dos cosas que ya podemos adelantar.
Una, que la línea Trump es un peligro para la paz mundial. Y dos, que la linea Trump es un peligro para la democracia.
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Un peligro para la paz
La linea de Trump amenaza la paz mundial, lo mismo que la que representa un Joe Biden y una Kamala Harris que -a pesar de sus desavenencias- han suministrado 18.000 millones de dólares en ayuda militar a Israel, han protegido política y diplomáticamente a su gendarme sionista, han amparado el cruento genocidio en Gaza, la invasión de Líbano o la escalada bélica en Oriente Medio.
La línea que Trump representa amenaza la paz mundial porque -al igual que la de la otra fracción de la clase dominante norteamericana- tiene un objetivo fundamental, salvaguardar a toda costa una hegemonía norteamericana que está en su ocaso imperial, y persigue los mismos imperativos estratégicos que la de Biden: contener el ascenso de China y del orden mundial multipolar, incrementar el saqueo y el expolio en los países enclavados en su órbita de dominio (como España), y contestar con guerras, imposiciones e intervenciones «duras» y «blandas» a la creciente lucha de los países y pueblos del mundo que, luchando por su propio desarrollo y autonomía, erosionan la supremacía mundial de EEUU.
Habrá que esperar para ver en concreto como se desarrolla la línea Trump ante los múltiples retos que tiene por delante. Habrá que ver si -como muchos anuncian- deja a Ucrania abandonada a su suerte ante la invasión rusa; o si da una todavía mayor patente de corso a Netanyahu para lanzar mayores agresiones sobre Palestina, Líbano o Irán, provocando un incendio colosal en Oriente Medio; o si aumenta la tensión bélica en Asia Pacífico y en torno al cerco a China.
La paz mundial está en peligro porque la amenaza la superpotencia en su conjunto, la clase dominante yanqui y sus intereses. Pero sabemos que esta amenaza se va a incrementar, porque ya ocurrió con su primer mandato, y sobre todo porque así lo dictan los factores objetivos: porque el ocaso imperial de la superpotencia se ha agudizado; porque sus necesidades estratégicas son más imperiosas; porque necesita recurrir a la fuerza militar para detener el declive en las áreas del planeta donde ha retrocedido, como Oriente Medio; porque necesita saquear y exprimir más intensamente a los países bajo su órbita e imponerles mayores tributos de guerra.
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Un peligro para la democracia
Pero además, sabemos que el trumpismo es una amenaza la democracia, para las libertades y los derechos, en EEUU y en el mundo.
El trumpismo promueve -en EEUU, y en el resto del mundo, gracias a su «internacional de la extrema derecha»- un modelo político y social que dé aún mayor poder a la oligarquía financiera para explotar y oprimir a las clases trabajadoras, junto con una mayor y autárquica concentración de poder y el recorte o la mutilación de libertades y derechos civiles, junto con programas políticos ultrareaccionarios.
En EEUU y fuera de sus fronteras, el trumpismo promueve un acentuado racismo y xenofobia, persiguiendo segregar a una parte de la clase obrera -los trabajadores inmigrantes, fácilmente marcables por su color de piel o por su origen extranjero- para poder hiperexplotarla, imponiéndole peores salarios y miserables condiciones de vida y trabajo.
Finalmente, el trumpismo busca imponer una aún más feroz dictadura monopolista, eliminando cualquier política que suene a «justicia social», potenciando una aún más aberrante desigualdad.
El trumpismo y sus acólitos ultraderechistas en el mundo son una amenaza para la democracia no por sus programas o por sus discursos, sino por sus hechos.
Ya han demostrado de qué son capaces. La toma golpista del Capitolio el 6 de enero de 2021 o el intento de golpe de Estado en Brasil -justo un año después- por parte de miles de bolsonaristas para impedir la investidura de Lula, son pruebas más que suficientes para demostrar que la línea Trump y a la fracción de la clase dominante por ella representada defienden la democracia… siempre y cuando no les estorbe.
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Desengancharnos del emperador
¿Qué debemos hacer los países y pueblos del mundo? ¿Esperar por la vuelta de algún emperador más sensato, cuyo yugo nos parezca más liviano? ¿O zafarnos de las correas que nos impone la superpotencia norteamericana?
Ante este peligro para la paz y la democracia que supone el dominio mundial de EEUU, debemos unir a todos los países y pueblos del mundo en un frente único antihegemonista. Golpeando la supremacía de una superpotencia que a pesar de su enorme poder, está en su ocaso imperial y condenada a una irreversible agonía.
Y en Europa y en España, España debemos levantar la bandera de la independencia y la soberanía nacional, desenganchándonos de la locomotora yanqui, para no tener que estar condenados a soportar «emperadores buenos y malos» y a tragar carbonilla.
Chaso dice:
✊🌈👌