En la economía, como en la física, las leyes de la naturaleza tienden a cumplirse. Y el mejor ejemplo que lo acredita es lo que muchos economistas denominan con cierta sorna ‘la teoría del más tonto’. La premisa fundamental de esta proposición se basa en que siempre habrá alguien dispuesto a pagar un precio superior por un bien cuyo valor es claramente ficticio. Va en la naturaleza humana. El ejemplo más socorrido es el del mercado inmobiliario, y eso es lo que explica la formación de burbujas.
Obviamente, ‘el más tonto’ es el último de la fila, y cuando la burbuja estalla el más perjudicado es, precisamente, quien ha pagado la entrada más cara por acudir a la fiesta de la estulticia. Algunos economistas han denominado al instante en que estallan las burbujas ‘momento Minsky’, que se produce cuando la cordura vuelve a imperar en los mercados (normalmente porque no hay más remedio) y el precio de esos activos (la célebre exuberancia irracional de los mercados) se desinfla a la misma velocidad que lo hace un globo pinchado con un punzón.
Minsky, como se sabe, investigó inteligentemente la fragilidad que esconde la economía financiera, que necesariamente es procíclica. Los bancos prestan dinero cuando no se necesita. Y cuando realmente el crédito es esencial para hacer crecer la economía tras el pinchazo de una burbuja (el momento Minsky), se niegan a prestarlo porque, paradójicamente, desconfían de la solvencia de sus clientes.
El presidente Zapatero fue un claro ejemplo de que la ‘teoría del más tonto’ es una verdad científica avalada por los hechos. Cuando todo el mundo conocía con argumentos sólidos que había una crisis colosal en el sistema financiero -la más grave desde 1929-, Zapatero y sus conmilitones seguían comprando entradas para entrar en la fiesta de la burbuja aunque el precio del billete fuera desorbitado. Y eso es lo que explica que España tardara años en tomar medidas para hacer frente a la crisis, lo cual ha costado millones de empleos.
Ahora el presidente Rajoy corre el riesgo de caer en el momento Minsky, pero al revés. No pincha la burbuja (porque ya ha estallado), pero proclama el fin de la crisis. Es decir, una nueva era en la que el globo se vuelve a hinchar. Y aunque no le faltan razones, hay motivos para desconfiar.
La dureza del ajuste
Es algo más que evidente que los cinco años de recesión han quedado atrás; que se está creando empleo (todavía escaso) y que la economía crecerá durante algunos trimestres en el entorno del 2-2,5% gracias a factores exógenos que engordarán la renta disponible de las familias, a la dureza del ajuste y a algunas reformas.
Pero dicho esto, parece una temeridad proclamar con cierta alegría el fin de la crisis en un país con más de cinco millones de parados. Al fin y al cabo, como dijo Larry Summers, el ex secretario del Tesoro de EEUU con Clinton, el mundo avanza de burbuja en burbuja, por lo que la teoría de más tonto sigue plenamente vigente. Va en la naturaleza humana volver a caer en errores de bulto.
Esta aparente discrepancia entre recuperación y altas tasas de desempleo tiene una explicación consustancial a la esencia de lo que ha ocurrido en la economía española desde 2008.
La crisis se ha cebado, fundamentalmente, en las rentas medias y bajas, cuya principal fuente de ingresos es el empleo, fundamentalmente el que está localizado en el sector inmobiliario y en la construcción, y su recolocación será extremadamente lenta debido a un doble problema: la baja cualificación y la escasa movilidad laboral. Nada menos que el 32,8% de los desempleados no ha cambiado de municipio de residencia desde su nacimiento. O lo que va en la misma dirección: tan sólo el 4,1% de los desempleados ha cambiado de municipio de residencia hace menos de un año.
En el lado opuesto están quienes han conservado su puesto de trabajo (aunque sea con recortes salariales y con una nueva correlación de fuerzas en las empresas por las continuas reformas laborales) y han podido llegar a 2014 en una situación más favorable. La devaluación salarial interna beneficia a las rentas estables, y por ello hay amplios sectores que hoy pueden ver la luz al final del túnel. A esto se debía referir Rajoy cuando proclamó el fin de la crisis.
Parece evidente que las probabilidades que tiene hoy un asalariado de perder su empleo son bastante menores que las que tenía hace algunos trimestres. Incluso, una pequeña parte de la población puede volver a trabajar, aunque sea con salarios bajos y precarios. Lo más fácil, como siempre sucede, es ponernos todos estupendos (tiene más éxito mediático) y decir que el país compite ya en pobreza con los países del Golfo de Guinea.
Es verdad, sin embargo, que hay una España muy numerosa (en al menos 1,8 millones de hogares todos sus miembros están parados) que sigue inmersa en una profunda crisis y que tardará años en salir de ella. Simplemente porque los destrozos han sido enormes y el armario de la economía está lleno de cadáveres. Por eso, precisamente, parece poco prudente hablar de que se ha puesto punto y final a un proceso muy doloroso que se ha llevado por delante más de 3,2 millones de empleos. Ya decía el sabio Juan de Mairena que por debajo de lo que se piensa está en una capa inferior lo que se cree. “Hay hombres”, sostenía, “tan profundamente divididos consigo mismos que creen lo contrario de lo que piensan”. Sobre todo en público, habría que añadir.
Una situación precaria
Incluso muchos de quienes han encontrado un empleo siguen en una situación precaria debido a la extensión irresponsable de eso que se ha venido en denominar ‘trabajadores pobres’. Un fenómeno cada vez más inquietante que está socavando la esencia de las democracias consolidadas, en las que el Estado protector juega un papel determinante.
Lo cierto es que en el horizonte todavía existen nubarrones que pueden chafar la fiesta de la recuperación: los riesgos asociados un periodo de deflación; las nuevas burbujas que están creando en EEUU en torno a la economía digital, la inestabilidad política que con toda seguridad se producirá a partir de los ciclos electorales de 2015; los efectos del crecimiento de la desigualdad sobre la actividad económica o cuestiones geoestratégicas que afectan a las relaciones de Occidente con Rusia, además del impacto del desplome del petróleo en algunos país productores. Sin contar el efecto demoledor que puede tener el hecho de que la banca haya metido en sus balances ingentes cantidades de deuda pública que algún día pueden estallar. Esta es una crisis de origen financiero y por lo tanto, incierta.
Rajoy, sin embargo, se jacta de estar despejando el camino, lo cual acrecienta la distancia entre el Partido Popular y muchos de sus votantes que no ven por ninguna parte la recuperación. Sin duda, porque el empleo, como todos los economistas saben, es un indicador retrasado de actividad.
Por lo tanto, hablar del fin de la crisis sólo produce frustración en amplios sectores de la sociedad legítimamente cabreados por la corrupción y por la baja calidad democrática de las instituciones. Y justamente lo que menos necesita este país, donde la demagogia y el populismo ganan por goleada, son líderes poco creíbles.