Tras más de sesenta años de la puesta en marcha de las primeras centrales nucleares se han producido una treintena de accidentes que superan el nivel 3
Tras cada accidente, los monopolios de la energía nuclear nos dicen que ya han aprendido la lección, que han subsanado los fallos de seguridad y que trágicos incidentes como ese no volverán a repetirse. Eso dijo la industria nuclear norteamericana y la OIEA (Organización Internacional de la Energía Atómica) tras el accidente de la central de Harrisburg en 1979. Eso dijo la URSS y la OIEA tras Chernobyl en 1986. Eso mismo asegura ahora el lobby atómico y la OIEA tras 5 años del desastre de Fukushima en Japón.
Tras más de sesenta años de la puesta en marcha de las primeras centrales nucleares se han producido una treintena de accidentes que superan el nivel 3 -incidentes importantes- de la escala INES (International Nuclear Event Scale). Una media de uno cada 2 años. De ellos los más peligrosos (escala 7 en INES) son sin duda el de Chernobyl (URSS, 1986) y Fukushima (Japón, 2011), pero estuvieron precedidos por los graves accidentes de Harrisburg (EEUU, 1979) y Winscale (Inglaterra, 1954).La energía nuclear es -además de enormemente contaminante- inherentemente insegura, y las consecuencias potenciales de los accidentes son devastadoras, persistentes miles de años en el tiempo, y son capaces de alcanzar miles de kilómetros del origen del siniestro.
“El problema es que las centrales son intrínsecamente inseguras y no se pueden prever todos los avatares que afecten a la seguridad. Cuando se intenta que toda la central tenga los mismos niveles de seguridad que los de la parte nuclear, como es el caso del reactor de Olkiluoto (Finlandia), el coste se dispara, alcanzando la cifra de 9.000 millones de euros, el triple de lo presupuestado. En otras palabras, las exigencias de seguridad convierten a las centrales en ruinosas”, afirma Francisco Castejón, doctor en Físicas y portavoz de Ecologistas en Acción en Energía Nuclear.
No hay tecnología capaz de preveer todas las contingencias. Todas las medidas de seguridad fallaron en la moderna central de Fukushima ante la llegada de un tsunami con olas de más de 2040 metros de altura. Pero ninguna catástrofe natural es la culpable de lo que ocurrió allí. Fueron los dirigentes de grandes corporaciones eléctricas niponas y las élites políticas a su servicio los que decidieron que -en un país que ha conocido el horror sin nombre de la muerte atómica, erigido sobre una de las zonas geológicamente más inestables de nuestro planeta- el modelo energético japonés debía descansar en 54 centrales nucleares distribuídas por todo lo ancho del país. Una negligencia genocida en aras de sus beneficios monopolistas.
Por eso, no sólo es un problema de costes o de tecnología -que al fin y al cabo podría mejorar con el tiempo- sino de prioridades. De prioridades de clase. La energía nuclear en manos de burguesías monopolistas y potencias imperialistas, siempre dispuestas a hacer un siniestro cálculo de beneficios -entre la seguridad de sus ciudadanos y del medio ambiente por una parte, y la rentabilidad económica en la otra- es poner una pistola cargada en manos criminales. Un riesgo que la humanidad no podemos correr.